sábado, 28 de diciembre de 2013

Indice del 28 de diciembre del 2013

Indice del 28 de diciembre del 2013

A todos los colaboradores, lectores y amigos "de la que nunca duerme" cerramos el año 2013 agradeciéndoles las colaboraciones y la atención prestada a esta "aventura" virtual que ya lleva más de ocho años en la palestra literaria. Los hacedores de la revista ponderamos la fidelidad de los lectores y los invitamos a seguirnos en el 2014. Abrazos para todos. 


Ester Mann


Reflexiones sobre el tiempo

Sacudió la cabeza, las palabras que había desechado y las que intentaba conservar para escribirlas más tarde, se entremezclaron, se estrellaron unas contra otras y perdieron su singularidad. Ya no sabía por qué había elegido unas y no las otras. Ya no recordaba qué era lo que pretendía contar.
¿Era tan importante o tan interesante lo que ella podía contar? ¿Por qué valía la pena escribirlo?
Siguió caminando y aceleró el ritmo. Como era habitual, no había prestado atención a las calles, los jardines, la gente -escasa a esa hora... Siempre admiró  y tambien  envidió a los escritores que describían en detalle un paisaje, una persona, el estado del tiempo. Ella, en cambio, no era capaz de describir nada, no vivía en el instante que transcurría, los pensamientos se le iban hacia el pasado y no podía controlarlos. Alguna vez, si es que llegaba a vieja, recordaría con nostalgia estos tiempos en que caminaba por las calles mirando la gente, las casas, los jardines. En ese dudoso futuro ya habría olvidado que ahora no estaba viendo lo que tenía ante sus ojos y que caminaba inmersa en un pasado más lejano aún, y tambien dudoso.
Caminaba de memoria, todos los días el mismo camino: la calle Jerusalem. De kilómetro y medio de largo rodeaba el barrio, comenzando en la esquina de su casa y finalizando a 200 metros.
La pequeña ciudad serrana se caracterizaba por esas calles circulares que al principio, cuando recién se habían mudado, los enloquecían porque caminaban y caminaban llegando siempre al mismo lugar. 
Para Delia y Lola esa era la cuota diaria de actividad física aunque Lola se
 impacientaba por la lentitud con que Delia cumplía ahora el recorrido. Cuarenta minutos para mil setecientos metros, cuando hace algunos años el recorrido le llevaba sólo veinte…
Ahí tenía una prueba de que el tiempo existía, ịvaya si existía! Con sorpresa descubrió Delia que esa iluminación no le reportaba ninguna alegría…Mas bien se sentía desanimada. Se vió dentro de algunos años transitando por esa misma calle con un bastón durante una hora o tal vez más; claro, sin Lola.

Se hablaba mucho de vivir en el aquí y ahora, pero, ¿cómo se lograba? Y además este ahora, este aquí... ¿eran tan interesantes? Sólo el presente existe, afirman los filósofos, el pasado ya se fue y el futuro aún no llegó. Si, puede ser, pero no para Delia. Planes ya hacía pocos, pero evocar los años de su adolescencia, de su primera juventud era su ocupación preferida.
Recordaba que cuando sus hijos eran pequeños y el cansancio la hacía desplomarse en la cama se consolaba pensando cómo descansaría cuando crecieran. Bueno, ahora ya eran grandes, tenían sus propias familias, ella podía descansar cuanto quisiera y, sin embargo, pasaba horas recordando esos tiempos...

La perra, pese a todo, la obligaba a prestar atención y ”aquí y ahora” olía con entusiasmo el trasero de un perro callejero. “¡Lola!” le gritó, tratando de continuar con su caminata, pero un movimiento inesperado de Lola la hizo caer y soltar la correa.
Gritó por el dolor, intenso y agudo, dos o tres personas se acercaron a ayudarla y Lola, con su trote equino, dio vuelta la esquina y desapareció arrastrando su cinto.
No podía incorporarse, todo movimiento acrecentaba el dolor de la espalda y un comedido ya había pedido una ambulancia. En cuestión de minutos dos camilleros la acostaban en una camilla e iba camino al hospital.
Todas las disquisiciones filosóficas, las fantasías sobre el pasado o el futuro, el relato que pensaba escribir, todo quedó suprimido por el dolor de la espalda.

Tres días después, cuando volvió a casa vestida con el chaleco de yeso blanco, Lola estaba esperando al lado de la puerta, con su cabeza sobre las patas delanteras.
La perra, con su sabiduría animal, había vivido durante tres días y tres noches en un presente sin interrogantes, sin pasado y sin futuro, sin dudas y sin anhelos. Intensa y total, como su paciencia, le apoyó las patas en el pecho de yeso y le lamió con ternura la cara, recordándole que esa alegría era el hoy y el aquí.

Con sorpresa comprendió que también ella, en el hospital, había vivido en un continuo presente. Como la alegría, tambien el dolor exige vivir el instante. Instantes que subsisten un segundo o toda la eternidad.

© Ester Mann




Andrés Aldao

LA HUIDA

Jadea. acurrucado en ese insólito palomar, Abelardo, absorto, observa despuntar los techos de Almagro.Terrazas, techos de chapa acanalada, algunos oxidados y otros embadurnados de alquitrán. Por allí asoma, como un obelisco en el desierto santiagueño, un edificio de varios pisos.
Abelardo jadea. el sol lo entibia; se siente feliz. Por un tris se escurrió de la patota.
Jadea. Abelardo rememora -entre imágenes truncas- lo ocurrido esa tarde. De pronto hace una pausa, frunce el entrecejo, se esfuerza por coordinar sus recuerdos: “¿Hoy ocurrió?”, se pregunta.

Se queda preocupado; el lugar coincide, pero el cuando, el tiempo, giran como un trompo y le generan un vacío en la mente. La angustia se anuda en su estómago, lo presiona y lo inquieta.

Abelardo aleja el cuando; continúa con sus reflexiones. Algunas palomas, mientras tanto, ronronean manteniéndose a prudente distancia. De pronto, influído por los efluvios de su imaginación, Abelardo, sin saber porqué, recuerda una película del lejano oeste en la cual el protagonista, herido, yace rodeado por la aridez del paisaje agreste y solitario, mientras la cámara enfoca a unos pájaros siniestros que revolotean al acecho de un festín que presienten cercano.

Ahora vuelven sus cavilaciones. “Allí está la patota -rememora- cuatro o cinco tipos con metralletas”.
Él los ve: no vacila. Llega al patiecito de su casa y se desliza hacia la vivienda de abajo. El vecino le pide que se vaya. que no lo comprometa. Abelardo atraviesa el largo pasillo, sale, y sin pensarlo corre y corre, jadea y jadea, llega a la esquina, dobla y escucha el chirrido de los frenos, los gritos de la patota, y los disparos. esos mensajes agoreros de sombra y muerte.

Abelardo se convierte en pájaro, Corre, vuela, jadea y salta sobre los techos de Almagro hasta encontrar el palomar. Allí llega, jadea, transpira. Pese a la angustia, Abelardo sonríe y se dice sin voz: “Jodí a los hijos de puta, ¡cómo los jodí!”.

Estaba tirado sobre la vereda, en la ochava. Pequeños arroyuelos de un matiz púrpura triste le coloreaban la camisa. La barbita blancuzca resaltaba la palidez del rostro; los ojos abiertos parecían contemplar fíjamente el cielo, bordado con nubes grises de duelo y cenizas.


Una sonrisa, apenas esbozada, le daba a ese rostro fatigado una extraña sensación de vida. hasta parecía jadear. Instantes previos, Abelardo había comenzado a recorrer el largo itinerario de su exilio sin retorno. Fue el 1º de noviembre, año 1974, día de todos los muertos ·

Franz Kafka



Un artista del trapecio


Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.

A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.

Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.

En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.

En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.

Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.

El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.

Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:

-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!

Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.

En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.


FIN

Julio Cortázar

Axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.


Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Anónimo japonés

La fuente de la juventud


Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era también viejísima. El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa se llamaba Fumi. Los dos vivían en la isla sagrada de Mija Jivora, donde nadie tiene derecho a morir. Cuando una persona se enferma lo mandan a la isla vecina, y si por casualidad muere alguien sin síntomas, envían el cadáver a toda prisa a la otra ribera.
La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne templo, cuya puerta parece que se adentra en el mar. El mar es más azul y transparente de lo que se puede imaginar, mientras que el aire es nítido y diáfano.

Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, que los admiraba por dos virtudes: su resignación y persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la vida, y el amor mutuo que se habían profesado durante más de cincuenta años.

El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y este solo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas, y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de tormenta en el mar.

Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el lugar central de la casa, construyeron un altar en memoria de sus hijos y cada noche llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente una nueva preocupación había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo. Pero Yoshiba se había convertido en las manos de su esposa y Fumi en sus ojos y sus pies, y no sabían cómo podrían superar la muerte de alguno de ellos. ¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante!

Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar donde había trabajado durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro del bosque, y observar los árboles, tan conocidos, se dio cuenta de que había algo nuevo. Tanto años trabajando allí, y nunca se había fijado en que debajo del mayor árbol había un manantial de agua clara y cristalina, que al caer parecía cantar, y su crujido, como el de hojas de papel arrugadas, se mezclaba con el murmullo de la hojas al ser movidas por el susurro de la brisa al atardecer. Yoshiba sintió una terrible sed y se acercó a la fuente. Cogió un poco de agua y bebió. Al rozar sus labios, sintió la necesidad de beber más, pero al ir a cogerla observó su reflejo en el agua y vio que habían desaparecido las arrugas de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra cabellera, y su cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. Aquel agua tenía un poder misterioso que lo había hecho rejuvenecer.

Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa. Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera.

A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas, porque aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie. Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua, llegando así hasta su primera infancia. Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir de entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera de su vida.


Marta Díaz Petenatti-

LA  PIEZA


Tenía 9 años y el coraje infinito que sólo da la falta de vivencias en la vida.

Es por eso que haciendo caso omiso a los rumores que había mamado desde mi nacimiento  relacionados con “la pieza” , estuve varios días agazapada estudiando todos los movimientos de la casa para poder descifrar quién tenía la llave de entrada a la misma y dónde estaba escondida.

En ella vivían mis abuelos. Desde siempre perteneció a la familia, y  por conversaciones que se interrumpían drásticamente cuando llegaba o me aproximaba, había llegado a la conclusión de que algo pasaba relacionado con la misma, pero nadie me lo quería decir.

Además, cada vez que inútilmente quería entrar en ella, los gritos de quien estaba más cerca en ese momento, coartaba mi  impulso, recibiendo  además, una larga y muy bien estudiada reprimenda.

Entonces, cansada de tanto misterio, resolví develarlo personalmente.

Me fue difícil encontrar el escondite de la famosa y bien cuidada llave, pero lo logré por un descuido verbal de mi querida  y recordada abuela Teresa, quien nunca supo de su indiscreción.

Ese día estuve demasiado nerviosa, a tal punto que las horas, otrora lerdas y monótonas, pasaban cual vuelo de águilas.

Y la noche llegó, y con ella los preparativos minuciosamente programados.
Me puse el pijama, saludé a todos y me acosté. Debajo de la almohada ya tenía preparada la linterna.
Esperé ansiosa a que todos se acostaran. Mi corazón parecía un caballo desbocado corriendo por el prado sin lazos ni alambrados, tal eran los sonidos que producía y repercutían en mi adrenalina que circulaba a muchas revoluciones por segundos. Lo sentía latir en mi garganta y en mis sienes.

Cuando comprobé que todos dormían me levanté sigilosa y fui hasta la cocina a buscar la llave que estaba escondida detrás de un ladrillo flojo de la marlera, donde mi abuela almacenaba el indispensable combustible para su cocina a leña.

Ya los latidos repercutían como bombos en mi cabeza, y al poner la llave muy despacito en la cerradura comenzó a erizarse mi espinilla haciéndome sentir una sensación que iba del calor al frío y  del quedarme al huir.

Pero me quedé… y entré.

Todo estaba en la más absoluta oscuridad. Prendí tímidamente la linterna y  me petrifiqué.

Cerca de la ventana que daba al patio trasero, había una pequeña mesa, y detrás de ella, entre un humo verde que flotaba en casi toda la habitación,  había  un espectro sentado, con un turbante negro en su cabeza.

 La penumbra  sólo permitía que se notara su contorno por la iluminación que producían las velas que despedían un claro olor a incienso.

 Comencé a desandar lo recorrido calculando el lugar de la puerta que estaba a mis espaldas con el sólo objeto de salir corriendo.
La figura se levantaba despacio, con una mano extendida hacia mí que ya hasta había perdido la noción de quién era, y en su avance, con una voz ronca y gutural decía cosas ininteligibles, suplicando que fuera a su encuentro, aunque me parecía que lo único que quería era atraparme y llevarme con él.

Cada vez estaba más cerca. Me parecía sentir su respiración caliente y putrefacta danzando sobre mi cara.
Mi mano  volcada hacia atrás,  tomó el picaporte que, negándose a que lo pudiera abrir,  quemó intensa y profundamente mi piel.

Ya desmayaba. El terror me producía  un dolor tan intenso en el pecho que creía que un infarto terminaría con mi corta vida.

De pronto sentí que me sacudían bruscamente. Abrí los ojos cargados de pánico  pero  encontré la cara dulce y serena de mi abuela.

Di  un salto en la cama y la abracé tan fuerte que mi ímpetu desmedido le produjo mucha risa.
 Me invitaba  a desayunar, así que solamente calcé mis chinelas y fui tras ella dando gracias de haber despertado de esa terrible pesadilla.

Ya sentada, y mientras servía su siempre exquisito café, refunfuñó diciendo como todas las veces:
_¿A ver cómo están de limpias las manos? Las levanté rápida para mostrárselas, porque el aroma de ese brebaje me atrapaba, cuando  escuché que me decía:
_¿Qué te pasó? ¿te quemaste?

Mientras la garganta se me cerraba nuevamente del susto,  miré mis manos y ahí, justo ahí, en la palma de una de ellas  y como grabado a fuego, estaba la marca irrefutable e inexplicable del picaporte de “la pieza”.



Nora Coria


IDENTIDAD

Donde la lluvia es nostalgia y la soledad escucha los velados sonidos que el tiempo emite, existen pueblos antiguos. Han echado raíces en los cerros, a orillas del Altiplano, donde el cielo es el milagro y el río es un misterio.
Los he visto con el sol generoso del mediodía y en la clara quietud de noches consteladas. Habitan entre pircas ancestrales, permanecen como paradigmas incorruptibles, siempre en pie; soportan recuerdos punzantes que evocan ausencias. Son promesantes del sol, peregrinos de la altura, enemigos férreos de la sombra, respetuosos del silencio, custodios inflexibles del pasado. Honran la Tierra y su destino es eterno.
 En secreto van trepando las laderas. Con constancia milenaria avanzan, aún en las noches más oscuras; cuando la luna se hace cómplice, se encaminan y se elevan.  ¿Cardones? ¡Así se empeña en llamarlos la gente! Pero yo los he descubierto prosperando sin prisa, a plena luz. Juro que los he visto y que ellos me han reconocido anhelando mis raíces… y me han llamado. ¡Es cierto que ascendí con ellos y hemos sorteado las mismas piedras y me han alentado a vencer cada repecho! Puedo afirmar que en las tardes en que el viento se hace música, cuando roza sus espinas, de sus voces melodiosas surgen verdades, como antiguas plegarias desde el punto clave de la Historia.
Una noche luminosa he acudido a la cita. Pude oírlos. No gritan ni susurran. Simplemente me han nombrado en lengua originaria.
¡Desde entonces yo comprendo tantas cosas!

Nora Coria 

 Mención especial Fundación el libro - Feria del libro infantil y juvenil de Buenos Aires - 2010 – Certamen “Escribir para encantar”