jueves, 12 de julio de 2012

Ernest Borgnine






CINE: La ternura y el salvajismo de Ernest Borgnine



El actor norteamericano fallece a los 95 años | Labró su carrera mediante personajes secundarios de poderosa influencia, bajo el estigma de poseer un rostro poco agraciado
C 
creo que la última vez que disfruté de su magnética presencia en la pantalla fue en el cortometraje USA de Sean Penn, uno de los más controvertidos del largometraje colectivo 11'09''01 (y que puede verse al final de esta noticia). El peso interpretativo de un anciano Ernest Borgnine (Connecticut, 1917 - Los Angeles, 2012) se suma al peso político de la pieza: la luz entra en la vivienda del anciano cuando se desploman las torres gemelas del World Trade Center. A su modo, el filme trataba de la vida y la muerte, de una posibilidad de resurgimiento. Recio, orondo y fortachón, pero con rostro de buena persona, Borgnine nunca deslumbró con la luz artificial de las estrellas hollywoodenses -lo más cerca que estuvo fue con el Oscar que consiguió porMarty (Delbert Mann, 1955), en compeitición con James Cagney, Frank Sinatra, James Dean y Spencer Tracy-, pero labró su carrera medianete personajes secundarios de poderosa influencia, bajo el estigma de poseer un rostro poco agraciado, aunque de ojos tremendamente expresivos, en el museo de bellezas de la industria.
 Tenía esa cualidad italo-americano que alimentaba el carisma de grandes intérpretes, como luego lo serían Ben Gazarra o Joe Pesci, a quienes uno no puede evitar asociar como integrantes de una misma casta, una misma clase de personalidad, dispuesta siempre a interpretar roles de constitución dura, áspera, en ocasiones cruel. Fue su madre quien, cuando Borgnine regresó del ejército tras una década sirviendo en la Marina de Estados Unidos, al acabar la II Guerra Mundial, le animó a probar suerte en la industria del espectáculo. Debutó en Broadway dando vida a un enfermero en Harvey. Luego llegó el cine. Entre sus primeros trabajos (ha fallecido con 95 años y practicó el oficio durante seis décadas), le recordamos como el sargento que propina una paliza a Frank Sinatra en
 De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953), o como uno de los matones que hace la vida imposible a Spencer Tracy en Conspiración de silencio (John Sturges, 1955). Entre ambas producciones, dejó su marca en los clásicos del western Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) y Veracruz (Robert Aldrich, 1954). Pero su papel inmortal en el género por excelencia del cine americano sería el de Dutch Engstrom, uno de los sangrientos pistoleros del Grupo Salvaje (1968) de Sam Peckinpah, que acunaba un rifle en sus brazos como si fuera un bebé, que intercambiaba la ternura y la locura en su mirada encendida. 

El núcleo alimenticio de su carrera actoral se gestó en papeles televisivos -el popular Quinton McHale de la serie
 Barco a la vista (1962)-, si bien interpretó no menos de un centenar de personajes cinematográficos. A lo largo de las décadas, participó en filmes memorables y en compañía de grandes intérpretes como Bette Davis en The Catered Affair (Richard Brooks, 1956), Rock Hudson en Estación polar Cebra (1968) o Lee Marvin en El emperador del Norte (Robert Aldrich, 1973). Sin abandonar su prestigio actoral, que demostró en papeles tan desafiantes como el del director del FBI en Hoover (Rick Pamplin, 2000), a lo largo de su dilatada carrera se especializó en superproducciones históricas y de acción como Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Torpedo Run (Joseph Penvey, 1958), Barrabás (Richard Fleischer, 1961), Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967) o La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972). Su última actuación ha sido para le película (todavía inacabada) The Man Who Shook the Hand of Vicente Fernandez, que protagoniza en la piel de un anciano resentido porque nunca ha conquistado la fama ni ha encontrado un sentido a su vida. De lo primero no andó sobrado, pero sí de lo segundo.

CINE: ‘Mud’, un precioso retrato adolescente
Todo respira en la película de Jeff Nichols, que el público ha ovacionado
La coreana 'The taste of money' es una tontería supuestamente crítica
Carlos Boyero Cannes 


El director Jeff Nichols y los actores Jacob Lofland y Tye Sheridan, en la presentación de 'Mud' en Cannes. / ANNE-CHRISTINE POUJOULAT (AFP)

No recuerdo exactamente la fecha, tal vez hayan pasado 20 años, pero la impresión que me causó, y que se renueva cada vez que vuelvo a visitarla, es perdurable. Ocurrió en la última jornada de un festival de Cannes que hasta ese momento era grisáceo. Esa película se titulaba Leolo, era poesía en carne viva, lacerante, hermosa y desgarrada, imposible de describir aunque te removiera el corazón y el cerebro. La habían programado cuando una parte considerable del público y de los medios de comunicación estaban haciendo las maletas o se habían largado ya de Cannes, e imagino que los que quedábamos nos movíamos en estado de agotamiento extremo, ya que estar doce días viendo películas desde la mañana a la noche y con la obligación de hablar de ellas es algo que anula forzosamente la lucidez. Y si ese cine ha sido mediocre, espeso o infame, el castigo mental es absoluto. Pero la aventura íntima de aquel niño insomne y de su enloquecida familia representó un subidón inolvidable cuando te sentías hastiado de una catarata de imágenes y de sonidos que te habían amodorrado durante dos semanas, cuando no creías que apareciera un milagro que despejarar ese involuntario embrutecimiento.
Y he tenido una sensación parecida en este olvidable edición de Cannes al ver Mud, el último título que ofrecía la sección oficial. Puede ocurrir que cuando me vuelva a encontrar con ella en Madrid y en condiciones normales, el entusiasmo que me ha creado no sea el mismo, pero estaba tan sediento de que apareciera una película que me arañara la sensibilidad, que en el caso de que solo sea un espejismo lo agradezco con la misma intensidad que si fuera real.
Mud la dirige Jeff Nichols, un director de 33 años que ya había demostrado en la perturbadora Take shelter, una descripción terrible y compasiva de la esquizofrenia, de estar en compañía de monstruos que solo puedes ver tú, que te alejan de todo lo que amas, necesitas o te da cobijo, que era alguien con voz propia y una capacidad expresiva a la altura de los grandes creadores del cine norteamericano. En esta ocasión hace un retrato conmovedor de la adolescencia, de sus incertidumbres, deseos, miedos, urgencia de mitos, pureza, tortura, retorcimiento. Son dos críos que se han puesto la obligatoria máscara de dureza, uno huérfano, el otro con los padres a punto de divorcio. Viven en casas prefabricadas al borde de un río. Huyen cotidianamente a una isla. Allí está su héroe, un asesino, un hombre misterioso que se ha escondido allí y sobrevive como puede, un Robinson Crusoe al que ha herido el amor.
Nichols describe admirablemente la fascinación de estos chavales hacia el peligro desconocido, esos caminos iniciáticos en los que la confusión va acompañada de valentia, en los que los desengaños y las ilusiones se viven con intensidad en sus luces y en sus sombras. Su cámara se mueve con la sencilla complejidad de los clásicos, los actores, jóvenes y viejos, transmiten matices y autenticidad, todo respira en esta preciosa película. Y el público la ha ovacionado. Dudo que el jurado haga lo mismo. Está en la tradición del gran cine norteamericano. O sea, palabras mayores.



CINE: (del Festival de Cannes) Carne cruda

·                            El francés Jacques Audiard insiste en su cine voraz, tóxico e imperfecto
·                            Presenta, con honores y en la sección a competición, 'De rouille et d'dos'
·                            Gondry regala una brillante fábula de la adolescencia con pantalones caídos
·                            'After the battle', de Yousry Nasrallah, es tan imprecisa como voluntariosa
Luis Martínez (enviado especial) | Cannes
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El cine de Audiard araña la retina. Cada uno de sus fotogramas respira, huele y, a poco que se toque, sangra. La piel es fina; la herida, profunda. Recordar 'Un profeta' o 'De latir mi corazón se ha parado' es antes que nada traer a la memoria la sensación amarga de las cosas amargas. Que son muchas, la verdad. La cámara del más voraz de los directores franceses se mueve al mismo ritmo al que se agitan las vidas de sus personajes. Y eso, además de resultar tan tremendo como suena, atrapa. Y no está claro que no sea tóxico.
'De rouille et d'dos' (óxido y hueso, podría ser la traducción), su última película presentada con todos los honores en la sección a competición, vuelve a reproducir en la sala esa extraña sensación que acerca el cine al sentido del tacto. Los ojos tocan cada una de las fracturas que guían a dos sujetos condenados a la deriva.
Lo que sigue es un viaje interior en el más literal de los sentidos. No hay metáfora. Cada centímetro de celuloide se hunde en la carne con la efectividad de una navaja afilada. Pues de eso se trata, de carne herida.
Marion Cotillard, en la interpretación de más riesgo a la que se puede someter una actriz, pierde las dos piernas por culpa de un accidente. A su lado, Matthias Schoenaerts, un vagabundo y padre de un hijo que se gana la vida en una especie de club de la lucha tan clandestino como sangriento. Brutal. No hay más. Bueno, sí, de por medio está la historia errática de dos trozos de carne sin alma lanzados a la búsqueda desesperada de la redención.
Decía Chejov que el perro hambriento sólo tiene fe en la carne. Y en efecto, es en eso en lo único que cree una película arrojada a la cara del espectadorsin otra intención que la furia; la furia y el ruido.
La primera hora de la película resulta sencillamente magnética, siempre pendiente de enseñar cada centímetro del vacío. Vemos una mujer mutilada y, en realidad, es el muñón (qué fea palabra) el que señala el camino a la más angustiosa y amarga de las nadas. Vemos a un hombre en la fiebre de la pelea y es la ira el único testigo de cada una de las ausencias de una vida ausente.
Bien es cierto, líricas a un lado, que poco tarda la historia en detenerse, en declararse en fuga por culpa de, precisamente, la violencia del planteamiento. Poco se puede decir después de condenarlo todo. Lástima, en definitiva, que Audiard no se atreva a la tentación del precipicio y prefiera antes la seguridad de un desenlace demasiado extraño, cómodo, quizá torpe. Si se quiere, una película necesariamente imperfecta.
En cualquier caso, al final, queda la sensación limpia y cruda de la carne cruda. Que es lo que cuenta.
CINE: Gondry, en la Quincena de los Realizadores
Pero como sea que todo no puede ser tan arrebatador, La Quincena de los Realizadores, ese festival paralelo que discurre al lado del festival, se dio por inaugurada con la película de Michel Gondry 'The we and de I' (El nosotros y el yo). Brillante. Realmente deslumbrante resulta la última pieza de este genio multimedia empeñado en mirar cada uno de los asuntos que mira con una sofisticada y transparente claridad.
La cinta no cuenta nada más que un viaje en un autobús público de un grupo de adolescentes en su último día de clase. Estamos en el Bronx neoyorkino y como si estuviéramos en Moratalaz. Un adolescente lleva los pantalones caídos y maneja el WhatsApp exactamente igual en un sitio que en otro. Las hormonas son idénticas.
Con esta sencilla premisa, el cineasta de origen francés hilvana una simpática, atrevida y a ratos cruel fábula de ese extraño estado del alma entre la primera inocencia y la última estupidez. Es decir, estamos justo antes del momento exacto (la edad adulta) en el que las cosas dejarán de tener sentido y remedio. Y para siempre.
De por medio, la cámara se limita a moverse libre entre las máscaras que se enseñan a los demás y la limpia desnudez del miedo. Téngase en cuenta quela adolescencia no es sólo un periodo en la vida de cualquiera, es, sobre todo, un estado de consciencia; la consciencia con granos, un alto concepto de la vergüenza y, por supuesto, los pantalones 'cagados'.


Por lo demás, la última película de la jornada fue la egipcia 'After the battle', de Yousry Nasrallah. Por primera vez, la última revolución verde de la plaza Tahrir de El Cairo es llevada a la pantalla. Y aquí se acaba el valor casi testimonial, o pedagógico, de un trabajo tan impreciso, errático y sin foco como, y conviene tenerlo en cuenta, voluntarioso.
La idea es reflejar el significado profundo de un cambio que se quiere global. No sólo se derroca al general Mubarak, con él cae el sistema medieval y de castas de una sociedad anclada en muchos sentidos en la parte da atrás del pasado. Y dicho lo cual, se apaga la luz. La intención supera con mucho al resultado. Lástima.
Y así se fue el día, entre la carne, la adolescencia y la revolución.
Es decir, tres formas diferentes de, quizá, la misma herida. Las metáforas son así. Tan estúpidas como la vida misma.   ■

2 comentarios:

  1. Cuando me enteré del fallecimiento de EB lo primero que me vino a la cabeza fue su sonrisa de dientes separados, una marca registrada de su dilatada carrera.
    La segunda nota sobre la película Mud me pareció excelente en la manera que desnuda la intimidad del cronista con la que en algunos puntos me sentí identificado, no como cronista sino como espectador. Las otras crónicas parecen escritas con el oficio. Carlos Arturo Trinelli

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  2. A Ernesto Borgnine lo vuelvo a ver en " Doce en el Patíbulo" y también como el centurión romano en la película " Jesús de Nazareth.
    Un actor que dignificó los segundos papeles con mucho talento.

    " Mud" es una película cruda y realista. Hubiese querido que se mostrara más al actor. que hace de " Mud".

    " De rouille et dós" es terrible y tierna, con escenas desgarradoras y con una pareja protagónica excepcional.

    " El nosotros y el yo" promete por la vivacidad en el uso de la cámara, y como dice el artículo, por esa época de la adolescencia "que es un estado de conciencia" . No la he visto.

    "After the battler" promete por el valor del testimonio.

    Gracias, Artesanías por brindar tan buenos artículos de cine.

    MARITA RAGOZZA

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