sábado, 9 de junio de 2012

Gerardo Pennini



cosas que pasan

Que la cosa iba a venir fea ya me pareció cuando íbamos a caballo por el Paso de las Yeguas y el Luícho me llevó hasta una gran cruz de fierro. Por acá puede aparecer un camposanto en cualquier lado, rodeado de alambre de cinco hilos y con sepulturas enrejadas, pero esta cruz era muy grande y estaba sola. Ahí el Luícho me contó la historia de hace muchos años, cuando casi nadie hablaba castellano y el que no entendía guaraní que se joda. En ese lugar habían muerto dos. La madre que se metió al medio en un duelo a cuchillo se llevó la primera puñalada, y como tenía agarrado al hijo para sacarlo, el mencho también recibió el cuchillo entre las costillas. Dicen que cuentan que el que los mató saltó a caballo y no paró de galopar hasta el río. Por ahí cruzó a Brasil con los contrabandistas.
Así íbamos al paso a las casas mientras bajaba el sol.
Después de comer, con un par de vasos de vino apenas frío (las heladeras a kerosén enfriaban a medias) seguimos hablando de cosas raras sentados en la cola’e pato, esa parte de la galería de techo de paja que sobra unos metros después de las casas, para mantener el frescor.
Es tradición darle duro a los aparecidos y cuentos por el estilo para meterle miedo a los de afuera, pero no me sentía tan emocionado. En realidad trataba de explicarme cada sucedido y buscarle la vuelta para no dejarme asustar. Pero cuando nos acordamos que había que ir a echar la cadena y el candado a la tranquera grande, sorteamos y me tocó a mí, mientras el Luícho se reía burlonamente.
“Ahora te quiero ver” decía esa risa.
En el piquete junto al galpón siempre se guarda un caballo con la cabezada puesta, sin enfrenar pero atado con el cabresto, que se usa a la mañana para buscar los montados de trabajo o por cualquier urgencia durante la noche. Le puse el recado y enfilé por el camino medio despacio, no pensara el Luícho que andaba con la cola entre las piernas.
Atrás iba achicándose poco a poco el “sol de noche” y adelante cada vez más negro. Por suerte había algo de luna y el cielo se recortaba con las ramas de ñandubay, de sarandí y otros árboles del monte, si no me hubiera sacado un ojo. A los costados se veía el alambrado con algunas varillas pintadas de blanco pero el camino parecía que a los veinte metros caía en un agujero sin fondo. Mientras me alejaba de las casas iba acortando el paso del Tostado, un caballazo grandote que usábamos para tirar la tumbera. Muy seguro y de fiar el Tostado, una vez que tuve que tirarme para que una rama no me arrancara la cabeza, se frenó en seco y me esperó hasta que pude montar de nuevo. A las víboras las presentía, capaz de pegarse una vuelta casi encima, sin tocarla y bufando como si avisara.

El primer sustazo me lo llevé cuando salió delante nuestro un dormilón, de golpe como suelen hacerlo, por algo les decimos “dormilones”. Pero no era nada, uno los conoce y está acostumbrado. Era justo la hora que estalla en todo el estero el coro de ranas y sapos. Miles o cientos de miles, qué se yo. Ranas, ranitas de los árboles, sapo toro, cururuses, sapo fraile, de todo. Igual pude escuchar unos aplausos entre las ramas del monte y un reflejo que aparecía y desaparecía me puso un poco nervioso.
Uno va a cazar de noche, o a pescar, pero siempre con alguien, entonces comenta qué puede ser eso que anda entre los árboles, o qué es esotro que se escucha medio lejos. Algunos zorros, pájaros asustados, bichos que se comen a otros bichos. Pero solo la cosa es distinta, es más bravo. Así que empecé a conversar con el Tostado. Ésos son ñacurutuses, le decía por lo gris de las apariciones. Esos otros son murciélagos, por las manchas negras que rayaban el poco relumbrar de la luna.
Hasta que de reojo la vi. Juro que la vi.
Justo en el momento que la vi, un yacïyateré  se me rió con todo el pico y batir de alas desde una isleta que creo que eran guayabos.
Faltaban como mil metros para la tranquera, y encima después volver. Me agaché a galopar, ya quería cerrar el candado y volver volando, pero eran mil metros eternos. Y ella me seguía. Blanca y erguida siempre un poco más adelante, casi a la altura de mi cabeza.
Confieso que no quería mirarla. Digo, quería y no quería, o no me atrevía.
Allá atrás otra carcajada del yacïyateré me dio más rabia que susto.
Como será que nunca lo había contado.
Llegamos a la tranquera, casi me tiré del caballo que apenas até al alambre y cuando corría empujando para cerrar el pesado marco de troncos me la encontré de frente. Justo del otro lado del alambre, donde estaban la cadena y el candado.
La cosa blanca, grande y difusa frente a mí se agitó y me dijo: “Muuu”.
Una vergüenza. Nunca lo había contado antes, de pura vergüenza. El fantasma que me seguía era la carota de una vaca pampa. Cualquiera sabe que el ganado pampa es colorado o negro con la carota blanca, pero… ¿Quién iba a ver el resto de la vaca en lo oscuro? Dígame, ahora que somos hombres grandes. ¿Quién iba a ver que era una vaca?
Eso sí, otra noche vimos que el ombú gigantesco donde había restos de una tapera se iluminaba hasta la punta de la copa, pero fuimos a ver de día y con perros, porque allí habían matado al mercachifle. Y algunas cosas son raras. 

5 comentarios:

  1. Magnífico relato. El narrador acrecienta el suspenso con los seres de la naturaleza guaranítica que acompañan al personaje y lo sostienen. En la noche del campo, el hombre mismo es un aparecido para esos seres.
    Aplausos, Gerardo Pennini.
    Celia.

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  2. Muy bueno tu relato Gerardo. Pareces un conocedor de la vida rural.

    Tres reflexiones : Por un lado el pensamiento mágico que ha acompañado al hombre desde el principio de la humanidad,y que es patrimonio de todas las clases sociales , aunque algunas , por cierto lo9 nieguen : yo ne creo en las brujas , pero que las hay , las hay.

    Por otro lado el poco interés que provocan estos relatos ambientados en esta zona. Parecería que Dios , aun atiende en Buenos Aires.
    Ademas entre los escritores es muy común que se apueste a la Revolución agraria ¿con quienes la harán ? me pregunto ¿con el hombre urbano?

    Finalmente se lo critica a Borges porque tiene un pensamiento europeizante - dicen - yo me pregunto , no es una característica del argentino mirar " hacía afuera" ?

    Gracias Gerardo , yo he conocido de cerca la gente del campo y he observado que son más corazón que cerebro.
    Mis afectuosos saludos.
    amelia

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  3. Lograda ambientación y creación de clima alrededor de las tradiciones e historias de miedo, populares en nuestro campo argentino.
    Una maravilla su lectura.
    Felicitaciones al autor.
    MARITA RAGOZZA

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  4. Suspenso resuelto de manera magnífica, un auténtico paseo al misterio, muy bueno, como siempre. Carlos Arturo Trinelli

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