sábado, 12 de mayo de 2012

Roberto Paniagua


                         

Roberto Paniagua

cuestiones de trabajo

El movimiento de la oficina no lograba cambiar su ánimo. Cuando la campanilla del teléfono interrumpió sus pensamientos levantó el auricular temiendo que fuese su madre. Respiró hondo al comprobar que no se había equivocado.  Sus comentarios siempre llegaban sin anestesia:
—Nena, vino el de la inmobiliaria. Dijo, que si no pagás aunque sea un mes,  mandarán un telegrama colacionado.
—Veo, mamá, veo. —Contestó Roxana, intentando que nadie la escuche.
—Y eso no es nada, Ro —continuó la madre— Hay una nota del colegio de Agustín. Avisan, que los padres que estén atrasados en las cuotas, tienen que ponerse al día en forma urgente.
Ante el silencio de Roxana, la madre preguntó:
— ¿Estas ahí, mi amor?
—Si, mamá, estoy aquí… Es que no puedo pensar —agregó angustiada.
—Mirá, aprovecho que tenés tiempo de hablar, te recuerdo que en quince días Noemí “tu cuñadita” tiene fecha de parto y, por más que quiera, no puedo fallarle a tu hermano. Iré a Rosario para darles una mano. Andá pensando quién puede cuidarte al nene.
—Veo, mamá, veo. Mirá, tengo que cortar, después te llamo. –dijo, con los ojos húmedos y suspiros de enojo.
No podía decir que todo le llegaba en un día. Hacía mucho que las cosas se iban complicando. Germán ya no le pasaba ni un peso de la cuota alimentaria.  -“Ésta empresa está en quiebra, entendé”. ¡No me pagan” —repetía mes a mes, su ex marido, mostrando una frialdad que ella nunca había imaginado.  
Conversando, una compañera  le dijo que una niñera por quince días  le costaría más de mil pesos. Entendió rápidamente, que por el momento, no podría contratar a nadie.
Tomó el sobre que le entregó un mensajero, firmó una planilla y se dirigió a “Contratos”, en el primer piso. El frío del aire acondicionado le acarició las piernas sacándola de sus pensamientos. Detrás del escritorio Ernesto Sanchez, el ingeniero en obras, revisaba unos papeles. Al verla entrar, se quitó los anteojos y la saludó con una sonrisa.
          — ¡Roxana! ¿Qué te trae por aquí? ¡Qué bueno verte! —comentó risueño.
          — Un sobre para usted, don Ernesto —dijo, distraída.
          — Decime, Roxana,  aquí ¿hay olor a naftalina?
    La mujer, que no entendió la pregunta, apretó el sobre contra su pecho y se quedó quieta, para luego arrugar la nariz en forma de aspiración.
—No, señor, no lo creo —dijo, con voz dudosa.
—Entonces ¿por qué me decís “Don” Ernesto, tan viejo me ves?
—Ay, no señor, es que no puedo, me sale así.
—Bueno, tratá de decirme Ernesto, sin “don” ¿puede ser?
—Está bien Do… perdón, está bien Ernesto.
—Una cosa más, antes de que te vayas. Últimamente te veo triste ¿puede ser?
         — ¡Ay, tanto se me nota! Sí, cositas de casa, sin importancia.
         — ¡Sin importancia! Para que apague esa mirada tan linda, debe tener “mucha” importancia.
— Sentate. Contame, ¿qué te pasa? — dijo el hombre, tomando el sobre de las manos de Roxana y señalando la silla que estaba a su lado.
La compuerta de su alma se fue abriendo y ante tantos problemas juntos, no pudo menos que acompañarlos con incontenibles lágrimas.
El pañuelo de Ernesto ya estaba estrujado y mojado en las manos de Roxana. Cuando levantó la cabeza y lo vio a los ojos, encontró la mirada comprensiva que hacía rato estaba necesitando y, sorprendida, se levantó ruborizada. Se incorporaron los dos a la vez. En esa posición, frente a frente, él la abrazó muy fuerte. Acercó su boca junto al oído y dijo: —“Roxi, me encantaría ayudarte. Se que puedo hacerlo. Dame una oportunidad, pensalo”.
Sus palabras quedaron jugando en su cerebro. Las preguntas se fueron multiplicando: ¿Qué quiso decir? ¿Habría ella interpretado mal su ofrecimiento? ¿Por lo que sabía, Ernesto era casado? ¿Cuántos años le llevaba? ¿Qué se dirían en la oficina, si esto iba más allá? ¿Habría querido decir lo que ella pensó?
Ernesto continuó con su saludo cordial y firme al pasar a su lado. Roxana comenzó a ser comida por una curiosidad incierta y se encontró mirándolo de una forma distinta. Es más, pudo ver que Ernesto se convertía en un hombre nuevo ante sus ojos.
— Jamás pensé contrariarte y menos que nuestra relación de amistad perjudique esta convivencia laboral. Quiero que tomemos un café y pedirte disculpas si lo ves necesario. Pero por favor, no te quiero ver nerviosa al entrar a mi oficina. Necesito de tu dulzura espontánea, es más, la extraño —le dijo una mañana, antes de que ella se retirara de su despacho sin levantar la vista.
Su madre ya estaba en Rosario conociendo a su nueva nieta. Una amiga se llevó al nene para que juegue toda la tarde con sus hijos. Roxana se miraba extrañada frente al espejo. Mientras se pasaba el cepillo por el pelo  los nervios jugaban con su estómago. La ropa que eligió estaba estirada sobre la cama. Era informal, cómoda, de colores tenues.
Luego de vestirse se acomodó el pelo hacia los costados, para disimular su perfil y para terminar su atuendo, se colocó anteojos, grandes y oscuros.
         Ernesto la esperaba en un café discreto de Recoleta, apenas eran las cuatro de la tarde y entendió, que podrían disfrutar de un tiempo más allá de la oficina.
         Se dejó invadir por las palabras, los aromas, la música y permitió que sus dedos  trenzaran su pelo. Su cuerpo se elevó y bajó con vértigo. Se estremeció y recordó otros momentos, pero evitó comparar. Se sintió cuidada y aceptó disfrutar lo que estaba asomando a su vida.
                                  
         Los días se hicieron más claros. Lo imprevisto fue tomando formas acostumbradas. No necesitó pedir. La seguridad, llegó como algo cotidiano.
         La primavera se asomó como pájaros a su balcón y el sol iluminó el living del nuevo departamento.
         Supervisó las tareas de limpieza de la mucama  y le entregó un pedido de mercaderías para que no nada falte durante su corta ausencia.
         Acomodó una pesada valija y el bolso de manos, junto a la puerta del ascensor y llamó a portería para que los vengan a buscar.
         Se miró nuevamente al espejo y notó que el nuevo color de pelo estilizaba su rostro. Revisó el sobre con la documentación para el viaje y el boleto de avión que Ernesto le había alcanzado.  La niñera entró con su hijo y corrió a besarlo.
         — Mamá, mamá ¿Cuándo volvés? Dijo el niño abrazándola en un salto.
    El domingo a la noche, hijito. Mamá te va a traer un hermoso regalito del Uruguay. — Y portate bien con Patricia eh, dijo, guiñándole un ojo a la institutriz.
    Señora, por si llama su madre ¿le deja algún mensaje?
    Ay, si Patricia, dígale que este fin de semana estaré ocupada “por cuestiones de trabajo” y que  el lunes la llamo… — Agregó, ya, cerrando la puerta.

                                                         Roberto Paniagua
    



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