viernes, 16 de diciembre de 2011

Andrés Aldao - ...


 




Sueños en el altillo                                                                                         


Estoy en contra de los términos
                           “fantasía”,  “simbolismo”.                                                                   Todo nuestro mundo interior
 es realidad, tal vez más realque el mundo manifiesto.
Mark  Chagall
                                                          

Fue como perder la sensación de realidad. No estaba seguro de nada. Le pareció que trastabillaba, que iba recorriendo el camino inverso. Que ese camino era una rampa empinada. Una rampa y un camino en los que se duplicaba su personalidad. Así comenzaron sus dudas, el desgano, esa compulsión por hallar su identidad. Tuvo miedo. La incertidumbre le provocaba pánico. Sentía que resbalaba en un vacío astral. Que penetraba en una dimensión en la cual rigen otras leyes cósmicas. Un mundo esotérico que linda con la desesperanza. Una visión onírica involucrada en la tragedia humana. Demiurgo de pesadillas que azotan las mentes neuróticas...
Percibía las palpitaciones, semejantes a la vibración del universo. Ensoñaciones eróticas le empapaban el cuerpo con un sudor viscoso. La barba de días le provocaba picazón y notaba las manos pegajosas. Horrorizado, se le ocurrió que la materia de su cuerpo había comenzado a disolverse.

El tipo de delantal blanco era un sádico insoportable que ejecutaba las órdenes de aquella mujer, elegante y atractiva, pero cruel. Igual que una rata de alcantarilla.

Se iniciaba un nuevo día.  Escuchaba a través de la claraboya del altillo las voces de los caminantes: “Es un día radiante”, decía uno; “Apropiado para pasear”, agregaba otro. No entendía. Cerraba los ojos y sacudía la cabeza, el cuerpo temblaba. Bajó del catre: no recordaba haber dormido. Tenía las manos frías; carecía de la noción “antes”. Era una sensación inexplicable, sin saber dónde estuvo si estuvo- y qué había hecho si hizo– durante la cuenta regresiva. Por las noches, dichoso, trepaba sobre las tinieblas del sueño. No era fácil, pero le inundaba un gozo inusual, como si flotara en una oquedad sin realidad ni materia. Semejante al placer de un feto –suponía– desplazándose en la cobija del lago materno. El mundo real se desvanecía y él no se inquietaba. Luego, al abrir los ojos, le asombrababa la quietud, la parquedad de los sonidos y el movimiento, atrapado en una secuencia inmutable; el éxtasis de una realidad estática cuya traslación ocurría fuera del espacio de sus sueños. Tal vez en otra esfera del universo. Sus percepciones eran contradictorias. Como si la existencia y la realidad fueran dos dimensiones distintas, y la vida una etapa de los sueños. La vigilia, tal vez, era el sueño; y la realidad sólo una ficción. El sueño, quizás, un eufemismo de la nada, y la realidad un disfraz de esa misma nada. Merodeaba alrededor de una diabólica entelequia que no podía resolver. Un teorema intrincado, abstruso, ilógico.
Caminaba alrededor del altillo, las manos hacia atrás, contemplando el vacío mientras imaginaba que átomos con sus núcleos de protones y neutrones giraban en un vértigo satánico e iban conquistando los espacios del altillo, convirtiéndolos en campos magnéticos..

El tipo del delantal blanco le confesó: “No sé de qué me habla, perdóneme. Le sería más útil aplicar su imaginación creativa a las obras que usted talla en madera. Abandone esas obsesiones de sueño y realidad. ¡Recupere su yo, Berquely: usted es un artista, posee manos prodigiosas!”.

Atravesó el zaguán y se asomó a la puerta de calle. Vio una hilera de sombras irregulares cubriendo los bordes de las veredas. Parecían vigilar las calles en vísperas de un desfile de espectros y trasgos. Y otra vez esas palpitaciones. Como si el corazón, prisionero en una jaula blindada, pugnara por abrirse paso al exterior abandonando su cuerpo. Escuchó los frescos gorjeos de un grupo de adolescentes. Sonaban como el tintineo de cascabeles escoltando una insoportable algarabía. Una vez más se entramó en un vacío despótico.  Cerró los ojos y secó con el dorso de la mano lágrimas que resbalaban con lentitud. Hacía tiempo que estaba confundido. ¿Cuál, qué y cómo es la realidad? Le pareció una pregunta fútil, aviesa incluso. Las carcajadas, ecos que rebotaban en un vacío abovedado, se esparcían como anillas sónicas que giraban en una esfera constelada a la velocidad de la luz, y cuyas explosiones parecían el delirio de un mecanismo de alta precisión.
Retornó al altillo. Allí podría seguir barruntando sus dudas, desplazarse morbosamente en derredor de los hechos -o tal vez los sueños– de su vida. Y admitir que el sueño era la vida, la realidad, las vivencias que lo conducían al pasado o profecías que lo transportaban al mañana. Los demás suponen que los sueños son las horas del reposo. Una especie de pausa ingrávida para reponer fuerzas o, acaso, para levitar pensamientos. Entonces vociferaba colérico: “¡Imbéciles! ¡imbéciles!”. Pero dudaba, fondeado en el escepticismo. Respiraba con dificultad mientras los cuadros que colgaban de las paredes –máscaras inanimadas– lo contemplaban con una petulancia provocativa que lo irritaba. Huía del trato con los otros. Eremita y misántropo, no quería escuchar delirios estúpidos de estúpidos delirantes, lugares comunes de gente común. Tenía una certeza casi mística: Los otros conspiraban contra él sonriéndose, clavándole sus miradas, atisbando en su intimidad como gusanos que le invadían el cuerpo dispuestos al placer de una danza macabra. Humillándolo como a Cristo clavado en la cruz: debía resolver su ecuación existencial. Sin falta.
¿La realidad es una fantasía? ¿Los sueños son lo que definen la vida? ¿Él es único e indivisible? ¿O se ha duplicado y vive en dos dimensiones? Los sueños y la vigilia, pensaba, eran dos planos superpuestos. O el anverso y reverso de una fantasía imbricada en las emociones. Hacía tiempo que vivía en una paradoja críptica. Consideraba la realidad como una sensación de los sentidos, que los otros no advertían o juzgaban de modo distinto. Pero esos otros: ¿tenían vida y percepción fuera de su conciencia? Dedujo que esa era una incógnita compleja. Tan maldita e intrincada, que ningún teólogo, filósofo o sacerdote podría resolver. Las criaturas humanas que se desplazaban en su imaginación, ¿pueden decidir qué y cuál es la realidad, qué y cuáles son las sensaciones, los pensamientos, la materia sólida y la evanescencia espiritual? Juzgó que las definiciones semánticas son mezquinas. Como los sermones apocalípticos pero huecos que declaman hasta el hartazgo los presbíteros de aldea.
Abrió los ojos confundido, sin recordar cuándo había penetrado en el espacio de la inconsciencia. Se acercó a la ventana. Contempló las sombras que proyectaban los árboles dentro del área de su visión. Vio en la calle a una mujer enjuta, estática, algo encorvada y vestida con una prenda barata, flexionando las piernas como si caminara, pero sin avanzar... como un maniquí accionado a cuerda, mientras los frondosos árboles, la calle, los edificios y la mujer se desplazaban en una curiosa progresión generada por un mecanismo fantástico. Parecía la puesta en escena de una obra de teatro vanguardista. La acompañaba un niño de cara ajada y piel tirante, como si un torniquete invisible fuera aprisionándole la cabeza hasta convertirla en una estructura descarnada. La piel rígida daba a esa cara una cobertura piadosa. Parecía una horrible muestra de artesanía jíbara. Se conmovió. Permanecía perplejo con los sentimientos degradados. Dudó: no podía concebir esas escenas como elementos de la realidad. Temblaba, colérico y atemorizado.

“Soy portador de un mensaje divino”, le dijo ese día. “El mundo se desploma, no hay sentimientos, se ha perdido la sensibilidad. Al principio fueron las tinieblas”, gritó, “volvemos a la oscuridad anterior a la creación”. Y el tipo de delantal blanco, que no prestaba atención a sus palabras, contemplaba aburrido el revoloteo absurdo de una mosca tsetsé.

Estaba convencido de que era un ser justo y piadoso, y el universo una imagen que existía sólo en su mente. Que amor, odio, celos, envidia, concupiscencia, avaricia, gula, corrupción, pecado o egoísmo, eran reflejos de su pensamiento. Una herencia de sentimientos que lo habían atormentado en el pasado, adjetivados ahora en otras criaturas del género humano, y fruto de ideas transformadas en imágenes físicas.

Prendió la lámpara del lavatorio y contempló al individuo deforme proyectado en el espejo. “Esta no es una imagen ni una ilusión refractada”, pensó: “soy yo, estoy ahí, dentro de un mundo paralelo en el que me deslicé por descuido, penetrando en ese cosmos ignoto a través de un insterticio invisible”. Había cruzado los límites físicos y espirituales de su espacio extraviándose en otra dimensión, en un universo convexo y cóncavo. De allí, discurrió, la imagen grotesca que le devuelve el espejo: barbudo, esmirriado y envejecido: pero es él. Cerró los ojos con suavidad. Sentió náuseas y el cuerpo tiritaba. Parpadeó. Una bruma alteraba la nitidez de la figura proyectada. Fijó la vista en las sombras que titilaban alrededor de la imagen: se le antojaron efigies humanas, testaferros de visiones pretéritas. El gesto de rechazo alejaba a los seres extraños que danzaban entre las láminas de fuego de su mente. Lagrimeaba mientras pretendía ahuyentarlas con las palmas de las manos. Y seguía decepcionado porque permanecía fuera de esa constelación en la que sueños, ficción y realidad eran planos superpuestos que desafiaban su cordura. Escuchaba ronroneos, como cánticos a capella de monjes de la edad media. Otras veces estallaban bramidos que parecían astillarle los tímpanos. Obturaba los oídos con los dedos y sacudía la cabeza con furiosos vaivenes. Luego se echaba a reír, neurótico y exhausto. La visión perdió nitidez y desapareció, como el efecto de una lente zoom que acerca el objeto y luego lo difumina fuera de foco. Había logrado retornar al otro mundo, al planeta paralelo, replegarse, recuperar su vida. Desplazándose sin rumbo en ese laberinto halló la rendija que le había confundido.

A tientas va llegando al altillo. Encandilado, libera el largo espejo que pende de la pared y lo apoya sobre el dintel de la ventana. Desea que la luz matinal que atraviesa la claraboya le ilumine. Retrocede unos pasos, distiende los párpados y reconoce en ese ser refractado el yo duplicado. Ríe a carcajadas. Protagoniza un acto de alucinación. O reencarnación. Se vuelve, contempla el altillo deforme, las paredes retraídas, el piso invisible cubierto de hojas repletas de cálculos, parábolas y sentencias. Nadie puede impedir que retorne a su mundo. Desea resolver el enigma de su alter ego, del yo duplicado, de la doble personalidad que enmaraña su filiación. Va a conocer, por fin, su verdadera identidad; pondrá a prueba su fortaleza espiritual y la relación con el Todopoderoso. Y dentro de ese mundo, ahora lo sabe, no hay lugar para un ser dividido en dos. Tendrá una alternativa hacia la inmortalidad, la eternidad, el infinito. Con los labios crispados, tiritando, murmura: «Alea jacta est»*. Se acerca al alter ego reflejado en el espejo y sonríe. Impaciente, apunta hacia el corazón mientras el dedo índice va presionando con calculada suavidad el gatillo y...¡pum! ■

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Relatado a Andrés Aldao por un  paciente de la sala 20 del Hospital Borda en el año 2001

* La suerte está echada                                                  

6 comentarios:

  1. Ay Andrés el inframundo de los alienados , que a veces nos roza.
    Impecable . Exacto . Preciso.
    Un abrazo Pibe.
    amelia

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  2. Un giro en la literatura de Aldao resuelto con la habitual maestría, trama, desarrollo, desenlace, vocabulario, aunados en el placer de la lectura, abraxas, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Don Arturo Trinelli lo pensó, porque lo leyó, antes. Me sorprendió el cambrio rotundo de temática y porsupuesto el abundante y acertado vocabulario enriqueciendo este texto, tan, tan diferente de los que a menudo leemos de Andrés. Y eso es bueno,incursionar en diferentes temáticas, igualmente humanas e impactantes. Tiste y solitario final para el mismo. Muy bien narrado y apasionante/apasionado el autor en su relato. Cariños. marta comelli.

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  4. Un relato fuera del estilo acostumbrado con un acercamiento a Lovecraft...
    Muy bien trabajado y con un lenguaje de realidad interior.
    Adelante maestro, sus relatos son los adoquines que arman el edificio de un nuevo libro.

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  5. Cuando Aldao se propone un cambio en su proverbial escrito, no busca algo menos doloroso para descansar de sus recuerdos amados pero también duros de su infancia y juventud. El mundo al que se asoma en este cuento está mucho mas poblado de sombras y pozos oscuros. Muy bueno
    Cristina

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  6. Alguien del facebook me recomendó este relato que contiene elementos de demencia y fantasía. Coherente en las expresiones del protagonista, lucidez enfermiza y alucinada. Excelente relato.
    Roberto Valladares

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