lunes, 11 de julio de 2011

CARLOS ARTURO TRINELLI


 

                           El Ojo Inquieto

      La historia de Streseman era ignorada y cuando desapareció a nadie le importó el motivo. Solo la denuncia del dueño de la pensión , por semanas impagas, hizo que la policía hiciera algunas preguntas. Entonces, nos dimos cuenta que faltaba y si bien es cierto que en el bar alguien mencionó que hacía días que no lo veíamos, el comentario naufragó, como tantos otros, en los variados temas de conversación.
      Cuando el mozo del bar me dijo que el propietario vendía las pertenencias de Streseman, sentí curiosidad y fui hasta la pensión.
      La casa mostraba el paso del tiempo en sus celosías oxidadas y en el frente percudido de hollín. Busqué el timbre y lo hallé al fondo del pasillo sobre la puerta cancel. Un hombre, en ropa de trabajo, me franqueó la entrada.
      Le referí el motivo de la visita y contrariado me explicó los trastornos, que durante años, la presencia de Streseman le había ocasionado y que  con seguridad las pocas cosas que allí habían  no cubrirían la deuda  y que apenas tuviera una oferta por la habitación , pondría toda esa basura en la calle. Pude inferir, que la ausencia  del pensionista, lejos de preocuparlo, le abría una esperanza comercial.
      Abandonamos el vestíbulo y entramos en una sala  de piso de granito que formaba una cuadrícula azul y blanca. El sitio recibía luz a través de una puerta vidriada que dejaba entrever un fondo descuidado, hacia la derecha se erguía una escalera de madera,  ancha y con un descanso. Comenzamos a ascender dejando atrás de cada paso un crujido en los escalones. En el primer piso, atravesamos un pasillo en penumbras, nos enfrentamos a un baño y doblamos a la izquierda, enseguida otra escalera, de material y sin baranda por donde alcanzamos la terraza. Me sentí empequeñecido ante los edificios que parecían desmoronar sobre nosotros sus cargas de cables, antenas y ropas. El hombre se detuvo ante una puerta de chapa, con un manojo de llaves pareció auscultarla y en un instante contemplábamos la intimidad de Streseman.
     
Al costado de la puerta y por todo el ancho de la pared, se extendía un ventanal formado por vidrios de no más de veinte centímetros por lado, los que lucían el tono grisáceo de la mugre acumulada. En otra de las paredes, a modo de perchero, algunos clavos ele sostenían varias prendas y en el piso, una dentro de otra, descansaban unas chancletas. Sin duda, era ese el rincón elegido por su morador para cambiarse. Luego del improvisado vestidor, un catre sin sábanas y una almohada con el cotín marcado por la grasa de la cabeza del desaparecido, completaban el lateral de la pieza. Una mesa de bar, con un calentador encima y dos sillas eran todo el mobiliario. Detrás de una de las sillas y contra la pared, cajas de distintos tamaños se apilaban desafiando la ley de gravedad.
      El hombre me indicó, que así como la veía, era la mejor habitación, por su independencia con el resto y por contar con su propio baño, al que el inútil de Streseman, utilizó esas palabras, había destinado para laboratorio.
      Streseman era fotógrafo y según él sostenía, especializado en retratar lo invisible, lo que el ojo normal no ve. Este es mi ojo inquieto, decía y se señalaba el izquierdo siempre extraviado. Nosotros reíamos.
      Al observar la decadencia de aquél cuarto, me pareció imposible que persona alguna se interesara por algo. Pregunté por la máquina de fotos y el flash, pero el hombre sostuvo que Streseman había desaparecido con ella. Me propuso que revisara las cajas repletas de fotos y que si las quería me las regalaba con tal de ir limpiando el sitio, que lo único que podría tener valor eran unos bidones con drogas de revelado, una caja de papel para copias, unos carretes con película virgen y la ampliadora. Como dudé entre irme o quedarme, el patrón me dijo que me tomara el tiempo que quisiera, que él debía seguir con la limpieza, cuando terminara de revisar debía cerrar la puerta y buscarlo en el vestíbulo.
      Me senté de frente a la cama. Los rayos de sol, desparramados en haces, la iluminaba. Aspiré el olor acre del ambiente que era la presencia viva de su morador y lo recordé entrando en el bar con su vieja Leica colgada del  cuello, siempre optimista como aquél que se siente original.. Por supuesto era un embustero, tomaba señas de fotos que nunca entregaba y él me había confesado que los domingos deambulaba por las plazas, muchas veces con la máquina descargada, simulando tomar fotos a los niños en la calesita, o a las familias tendidas en el pasto. A nosotros nos había hecho retratos individuales y en conjunto los que nos salieron carísimos ya que llevaba consigo varias copias y cuando deseaba beber algo o comer un sanguche, o fumar, enarbolaba la foto del pagador como elemento de trueque. Lo tolerábamos, pero no todos lo respetaban y era víctima de bromas con la crueldad que los hombres reunidos y distendidos suelen ejercer contra otros seres más débiles.
     
Tomé la caja que tenía más a mano y comencé a hurgar entre las fotos, vidrieras, casas, calles vacías, primeros planos de adoquines, un cura, un perro, mujeres, un sin fin de imágenes cotidianas que el ojo inquieto había logrado detener. En todas ellas flotaba el halo del misterioso componente invisible para el ojo normal. De pronto, reparé que el sol ya no penetraba en el cuarto y que me hallaba rodeado por una montaña de fotos. Una llamó mi atención, el protagonista era Streseman, estaba sentado justo enfrente de mi, en el catre, con las manos apoyadas en el larguero y los pies recogidos hacia atrás. El pelo blanco y enrulado denunciaba su desidia con el peine, tenía puesta una camiseta y con indiferencia simulaba espontaneidad mirando hacia la ventana. Se me ocurrió pensar que, recién despertado de la siesta tuvo la idea de posar y que ahora disfrutaba con mi presencia en ese gesto demorado para siempre en la foto.
      Me guardé el retrato en un bolsillo y con tristeza pensé que su destino no era un misterio ¿dónde podía haber ido un hombre como Streseman? Con seguridad hallarían su cuerpo en algún lado y terminaría como NN en un cementerio. Recordé que en sus últimos tiempos se lo notaba preocupado y que un día a sabiendas que yo apreciaba su arte, me contó una historia de una mujer que lo perseguía, también con una cámara y que, como si fuera un espejo, la veía fotografiar de frente a él desde el fondo de cada plano que elegía. Pensé que deliraba y esbocé una teoría sobre las casualidades. Streseman intentó disuadirme con las pruebas de las fotos a la vista, algunas ampliadas, donde invariablemente fuera de foco, podía verse a una mujer en idéntica actitud que el fotógrafo.
      El asunto se olvidó con la rutina y él no volvió a mencionarlo.
      Antes de irme decidí entrar en el baño devenido en laboratorio, abrí la puerta y encendí la luz que manchó todo con un rojo tenue. Mi silueta en el espejo reflejaba extraña y distante. A menos de dos pasos una mesada apoyada en dos caballetes sostenía la ampliadora y  tres bandejas de plástico. Para acercarme debí agachar la cabeza y esquivar un cordel, que en declive, iba atado desde la flor de la ducha hasta  un gancho amurado en los azulejos. Sostenidas por broches, pendían una serie de fotos ya secas, con los extremos inferiores doblados hacia arriba. Intenté descifrarlas pero fue imposible en esa penumbra, las recogí y me coloqué debajo de la luz. Eran cuatro secuencias similares de una mujer de pie, tomando fotos, los brazos desnudos, en extremo claros, contrastaban con el fondo que semejaba una arboleda suspendida en el aire. Eran las últimas fotos que Streseman había revelado, me iba a retirar para observarlas en detalle con mejor luz, cuando ví en la tercer bandeja, que una foto de mayor tamaño flotaba en su interior. La tomé por un extremo y me di cuenta que era una quinta secuencia de las anteriores, ampliada y con la mujer en primer plano.
No necesité de la luz para reconocerla, el vestido negro y los huesos que empuñaban la cámara no diferían de la imagen que todos tenemos de ella.

                                                                                 

8 comentarios:

  1. Excelentes descripciones. Me situé en la habitación . Ojalá que la dama , también a mi me dé pre-anuncios. Saludos.
    amelia

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  2. Querido Arturo, esta mujer de la foto no es el personaje alegre y aventurero que acostumbrás a describir. Pero no le tengas miedo, como toda mujer es comprensiva y piadosa y no llega antes de tiempo.

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  3. Un cuento que me parece magistral: el final es un hallazgo, módico, premonitorio y sin que quepan dudas. Además, el territorio de los implementos de la fotografía me recordaron un periodo de mi vida vinculada a la fotografía. El relato hace mérito a su autor...
    Andrés

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  4. ¡Excelente don Trinelli! Me declaron un eterno admirador de sus cuentos...
    Roberto de MdP

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  5. También vinculado a la fotografía Aldao, eso es todo un hallazgo como el final del cuento.Siempre tan original, tan especial para situar al lector en el escenario elegido. Un gran talento el tuyo Arturito y como siempre mis felicitaciones y mi admiración.

    Lily Chavez

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  6. Un relato salido de un laboratorio donde por primera vez la señora muerte ha sido fotografiada y se ha robado el alma de Streseman...
    Han quedado a un costado el humor y la ironía y no ha aparecido el cuerpo. Pero no deja de tener todods los ingredientes de un buen relato y la agudeza de la pluma de CAT que tiene siete vidas como los gatos...
    Celmiro Koryto

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  7. La trama anuncia misterio y va preparando al lector. Los escalofríos aumentan cuando el narrador entra al baño, por la habilidad de C.T.A de inducir lo extraño. El final es digno de Lovecraft.
    Felicitaciones, CArlos, soy muy afecta a este tipo de historias.
    MARITA RAGOZZA

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  8. Muy bueno. Habrá que preguntarse como hace el autor para mantener encendido el interés del autor. Debe gastar varios fósforos.
    Loren

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