domingo, 8 de mayo de 2011

JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ - Para navidad



Nació en Tucumán en 1932. Tradujo a Tennesse Williams y a Paul Verlaine. Publicó, entre otros, los siguientes libros de poemas: Negada permanencia / La siesta y la naranja (1952), Claridad vencida (1957), Otro verano (1966); y de cuentos: El inocente (1965), La ciudad de los sueños (1971), La favorita (1971) y la antología Así es mamá, que recoge sus cuentos hasta  el '96. Obtuvo varios premios literarios, entre ellos la Beca Guggenheim
    

Era verano. Mercedes afilaba la hoja del cuchillo en la piedra del umbral de la cocina mientras las moscas se amontonaban sobre el papel manchado de sangre donde había estado envuelta la carne. El olor a lejía de la ropa blanca puesta a secar, el olor a estiércol del gallinero, entraban por la persiana. Mercedes volvió la cabeza: Lila movía la cola, los ojos clavados en la carne. La perra caminaba con dificultad; seguramente tenía cachorros antes de fin de mes. "Otra vez con hambre, desgraciada," dijo Mercedes, y le arrojó un pedazo de carne que Lila se apresuró a devorar.
    Los animales contagiaban sarna y otras enfermedades; Mercedes no simpatizaba con ellos. Sin embargo, para justificar la presencia de la perra en la casa, decía que Lila era recatada y limpia como una señorita. Ahora no podía seguir diciendo que fuese una señorita. "Como para no estar hambrienta. Por lo menos, son ocho los críos que lleva adentro, y tan feliz la zonza. Como nosotras: nunca aprenden ni escarmientan."
    Removió las brazas en la hornalla, puso la sartén al fuego y salió un momento al patio. La violenta claridad del mediodía la encegueció. Con una mano en la frente, a modo de visera, escudriñó los árboles. Por la sombra redonda de un naranjo pensó que sería la una. José, su marido, iba a llegar de un momento a otro. Salía temprano de la casa a buscar trabajo, pero encontraba siempre en las obras el mismo letrero: "No hay vacantes", y debía resignarse a las consabidas changas: descargar ladrillos de un camión, pegar azulejos o arreglar las goteras de algún techo. José llegaría sediento. Era necesario que Víctor fuese a buscar al almacén un sifón de soda fresca. Mercedes cruzó el patio; las baldosas recalentadas le quemaban las plantas de los pies. Se detuvo a metros de la higuera. "¡Víctor!", gritó. Un higo picoteado por los pájaros cayó en la lata de dulce de membrillo llena de agua donde bebían las gallinas. Ágilmente, el chico bajó de la higuera y caminó en dirección a su madre.
    Después del desayuno, Víctor había trepado a la higuera; a horcajadas en una rama, curvando los dedos de ambas manos sobre un ojo para simular un catalejo, recorría el horizonte en busca de piratas. El follaje del árbol, mecido por el viento, era una carabela en medio del océano. Víctor jugaba solo, forzosamente. Mario, su amigo preferido, estaba internado en una colonia de menores; al Negro no lo veía desde que Mercedes supo que tenía piojos y lo echó de la casa: "Es lo único que falta. En un barrio asfaltado, chicos con piojos", y por si acaso lo hizo rapar a Víctor con la máquina cero.
    También a Mario, en la Colonia de Menores, lo habían rapado como a los conscriptos. Estar allí, pensaba Víctor, debe ser algo semejante a un castigo o a una penitencia, porque bastaba que él cometiera la menor travesura para que su madre le dijera en tono de amenaza: "Cuando vuelva tu padre le cuento para que te envíe a la Colonia".
    Sin embargo, de un tiempo a esta parte, su madre empleaba con él otro argumento para que la obedeciera: "¿Cómo, Víctor, vas a portarte así cuando venga tu hermanito?". El hermanito nacería para Navidad. Al principio, Víctor temió que lo engañaran; esa fecha servía frecuentemente a sus padres para eludir el cumplimiento de una promesa: regalarle un juguete, o llevarlo al parque a dar vueltas en calesita. Si Víctor se ponía cargoso y preguntaba por décima vez: "¿Cuándo van a comprarme el mecano?", el pre o la madre le respondían invariablemente: "Para Navidad".
    Pero el nacimiento del hermanito parecía seguro. Recordaba que un mes antes, durante el almuerzo, su madre arriesgó la posibilidad de que fuera mujer. El padre dijo que ni por broma; que ya había hecho una apuesta (un cajón de cerveza) con el capataz de la obra y que tenía la absoluta certidumbre de que sería varón. "Lo llamaremos Joaquín."
    Joaquín, el padre de Mercedes, había muerto el verano pasado, en la misma casa donde ellos vivían ahora. "El abuelo se fue al cielo", le explicaron, pero Víctor, aunque sabía que era mentira, simuló creer, como simulaba creer en los Reyes Magos.
    Desde entonces, su padre empleaba un tono respetuoso cada vez que se refería al abuelo muerto. Antes era frecuente oírlo decir con fastidio: "No me explico por qué don Joaquín desperdicia tanto terreno. Es un avaro. Bien podría darnos un pedazo del fondo: haríamos allí una casita de material para vivir como Dios manda".
    En aquel tiempo Víctor y sus padres vivían en dos piezas de madera construidas sobre el terreno de un antiguo basural que una empresa, contratada por el gobierno, había rellenado y parcelado para vender en lotes.
    José compró un lote cerca del camino de tierra donde un cartel anunciaba: "Aquí se levantará el gran barrio Las Rosas". Un año después el lugar estaba colmado de viviendas, la mayoría de paredes de tablas y techo de zinc; otras, las más pobres, de quincha, con una arpillera para cubrir la entrada. En el nuevo barrio abundaban las matas de tártago y las ortigas; a menudo, los chaparrones ponían al descubierto huesos de vaca y residuos enterrados en el basural, por lo cual el nombre de barrio Las Rosas fue reemplazado por el de Barrio Puchero.
    "No será un paraíso -decía el padre-, pero quién sabe si de aquí a unos años, cuando pavimenten el camino, el lotecito no adquiere valor." Mercedes, incrédula, alzaba las cejas; soportaba en silencio las incomodidades del barrio: cada mañana tenía que hacer cola en la fila de mujeres que sacaban agua de una bomba de mano comprada gracias al dinero reunido por las familias de los lotes vecinos; el calor resecaba la tierra, volvía rancios los alimentos guardados en la fiambrera; por todas partes se abrían las enormes bocas de los hormigueros. Los días feriados, si su marido no estaba en casa, ella cerraba con tranca la puerta por temor a los borrachos que pasaban con una botella de vino en la mano, la otra aferrada al manubrio de la bicicleta, en un alarde de equilibrio, como podía demostrarlo el complicado zigzag dibujado por las ruedas en el camino de tierra. A veces un hombre caía pesadamente de su bicicleta; intentaba incorporarse, pero volvía a caer. Los perros acudían a olfatearle la ropa, a pasarle la lengua por la cara; entonces el borracho comenzaba a insultarlos, a maldecir de su suerte y después a llorar, hasta que acababa por dormirse en el mismo sitio donde había caído.
    Un día Víctor se enteró de que su abuelo Joaquín estaba enfermo.
    -Fui a ver a papá -le dijo Mercedes a su marido, que se limpiaba la pintura de los dedos con un trapo embebido en aguarrás-. El pobre anda muy mal de salud.
    -Nadie es eterno -contestó José con indiferencia, pero al advertir que su mujer se cubría los ojos con las manos, se acercó a ella y la abrazó-. No te pongas así. El viejo tiene para rato; es de quebracho.
    Luego salieron a caminar. Anochecía. Con las últimas luces de la tarde comenzó a oírse el canto de los coyuyos, ronco primero, melodioso después, hasta que las voces unidas, en sucesivas etapas ascendentes, alcanzaron el tono más agudo: un solo aullido vibrante y melancólico que prolongó a lo lejos el incendio del cielo.
    Víctor, solo en la casa, pensó en su abuelo enfermo. No lo quería, a pesar de que el viejo le regalaba caramelos. Llegaba de visita cuando su padre trabajaba en la obra. Al escuchar la voz del abuelo, Víctor corría a esconderse debajo de la cama. No le gustaba que lo acariciaran aquellas manos temblorosas, con manchas del color de la herrumbre. El abuelo lo obligaba a salir del escondite. Aunque Víctor daba gritos y patadas para escabullirse, el viejo lo sujetaba con fuerza, y él no podía zafarse ni eludir los besos en las mejillas ni los tirones de orejas. Terminaba llorando, mientras el abuelo reía a carcajadas. "Déjelo, papá; es un necio -exclamaba Mercedes-. Ahí tiene su botella de cerveza."
    La última tarde que los visitó, en vez de mortificarlo, o de leer en voz alta las noticias policiales de La Gaceta, don Joaquín permaneció sentado, con la mirada absorta y la boca hundida, que entreabría levemente para dejar escapar de vez en cuando un apagado quejido. "Si no se sentía bien, papá, debió quedarse acostado", le dijo Mercedes al ver que rechazaba la cerveza y el plato de aceitunas negras.
    Al cabo de un mes, se trasladaron a casa del abuelo. A Víctor le agradó la nueva vivienda porque en el barrio Las Rosas su madre le prohibía tener amigos. "Sólo malas mañas podrás aprender de esos gitanos", le decía, repitiendo las palabras de don Joaquín, que así llamaba a los chicos que vendían naranjas y huevos frescos.
    La casa del abuelo era de material: tres habitaciones con puertas altas y estrechas que daban a la galería, un patio de baldosas y en el fondo unos pocos árboles frutales y un gallinero. Víctor examinó cuidadosamente los cuartos; halló en un baúl un manojo de llaves, una linterna y una gorra de ferroviario. Se trepó a los árboles. La mujer del almacenero le regaló un perro recién nacido que después resultó perra y que su madre bautizó con el nombre de Lila. También hizo amistad con Mario, el hijo de la lavandera. Pero la salud del abuelo empeoró durante el invierno. Aconsejados por el médico, los padres decidieron llevarlo a la capital para que lo examinara un especialista. Víctor, que había quedado en casa de unos vecinos mientras ellos estuvieron ausentes, oyó comentar a los mayores en la rueda del mate: "¡Qué ganas de tirar la plata! El viejo no tiene remedio". Cuando volvieron de la capital, el abuelo no se levantó más de la cama; con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza hundida en la almohada, dejaba oír un continuo lamento. A veces, la enfermedad lo sacaba de quicio; entonces insultaba al enfermero y de un manotazo arrojaba al suelo las cajas de inyecciones y los frascos ordenados sobre la mesa de luz.
    Desde su cuarto, Víctor escuchaba por las noches la respiración anhelante del abuelo; después la respiración se convirtió en un ronquido sordo, y de nuevo sus padres lo enviaron a pasar unos días con los vecinos. Fue entonces cuando Mario le dijo que don Joaquín estaba agonizando.
    De vuelta a su casa, el cuarto del abuelo se había transformado en comedor. Pasó el tiempo, nadie habló más del muerto. Ahora el tema favorito era el nacimiento de su hermano, que se llamaría Joaquín. Víctor hubiera preferido cualquier otro nombre; el de su abuelo lo aterrorizaba.
    El padre volvió de la calle y preguntó por Víctor.
    -Salió a buscar un sifón de soda -dijo Mercedes-. No tardará en volver.
    Sirvió la comida y se sentó frente a su marido. Después, en voz baja:
    -José, me parece que debemos decírselo. No es justo engañarlo. Está tan ilusionado...
    -¿Para qué? -respondió el padre encogiéndose de hombros-. Son ocurrencias tuyas. Dentro de unos días Víctor no pensará más en el asunto. Así son los chicos.
    Siguió comiendo despreocupadamente; el movimiento de las mandíbulas era lento y acompasado; tenía la cara encendida, la frente empapada de sudor. De pronto, a Mercedes la invadió un sentimiento de humillación rencorosa. "¿Para qué hablar? Cuando le anuncié que había resuelto hacérmelo sacar con la partera, me contestó que esas eran cosas de mujeres, como si yo estuviera preñada del aire. Así son todos. Como traen dinero a la casa, una tiene que prepararles la comida y echarse en la cama cada vez que se les antoja."
    -A Víctor no se lo puede engañar -insistió-. Ya es bastante grandecito.
    Momentos antes de ir a buscar el sifón, Víctor le había dicho: "Yo sé dónde está el hermanito". Ella lo miró sorprendida. Entonces Víctor alargó el brazo y le apoyó la palma de la mano sobre el vientre. "Está ahí adentro. Mario me lo contó." "¿Qué sabe Mario? -exclamó Mercedes-. Es un atrevido. Por eso lo mandaron a la Colonia de Menores. A vos te pasará lo mismo si seguís repitiendo tonterías."
    La madre de Mario no tenía recursos para educar a su hijo. Lavaba ropa, pero una eczema rebelde en las manos le impidió continuar trabajando. Entonces tuve que resignarse a mandar a su hijo a la Colonia. Para conseguir que lo admitieran le fue necesario solicitar a los vecinos, de casa en casa, el testimonio firmado de su absoluta indigencia. "Usted es una mujer con suerte -le había dicho a Mercedes-. Tiene un solo hijo, un marido que trabaja y una casa heredada de su padre, que en paz descanse."
    Pero la casa estaba hipotecada. Ellos tomaron esa medida para cubrir los gastos ocasionados por la enfermedad de don Joaquín.
    -Los médicos fueron unos canallas -le dijo José a su mujer al poco tiempo de morir el viejo-. Suerte que no vendí las casita de Las Rosas. En todo caso, nos vamos de nuevo para allá.
    -Nunca volveré a ese barrio -contestó Mercedes-. Antes prefiero emplearme de sirvienta para ayudarte a pagar la hipoteca. No es por mí, sino por Víctor. Pronto habrá que matricularlo en una escuela.
    Después la situación se complicó más aún: su marido no encontraba trabajo. Y también sus sospechas se confirmaron: ella estaba embarazada. "¿Qué sentido tiene traer al mundo un hijo y darle una vida de tristeza?", se dijo Mercedes. Ella no quería correr la suerte de las mujeres del barrio Las Rosas, que tenían un hijo todos los años, chicos que parecían gitanos, como decía su difunto padre, con el pantalón sujeto a la cintura por un piolín. Era la imagen de la miseria: criaturas enclenques y sucias, aguardando el jarro de mate cocido para mojar en él un pedazo de pan duro; mujeres descalzas, caminando por las calles soleadas con una toalla en la cabeza, o inclinadas sobre el cuerpo de un borracho para levantarlo del suelo y arrastrarlo al hogar. El hogar significaba la acumulación de objetos a lo largo de años y años de pobreza: la cama matrimonial de bronce reluciente, único lujo en la pieza de piso de tierra, la olla enlozada, el Sagrado Corazón de yeso pintado, el jarrón de vidrio azul con azucenas de celuloide. Y todo aquello no tenía sentido si faltaba el hombre de la casa, el marido a quien se perdonan la borrachera, los insultos, los golpes y hasta la infidelidad conyugal porque su sola presencia las justifica ante sí mismas y ante el mundo cuando dicen: "Esta pulsera es un regalo de mi esposo", o bien: "No puedo atenderlo, señor, mi esposo ha salido", con vos en que la ternura se mezcla al desamparo.
    "Quizá José tenga razón -pensó Mercedes-. Víctor se olvidará. Le prometeremos cualquier cosa: un triciclo, por ejemplo, para Navidad."
    Mercedes despertó sobresaltada al sentir en sus pies un leve cosquilleo. Por las noches, a causa del calor, ella y su marido dormían en un colchón sobre el piso de la galería. También José abrió los ojos.
    -No es nada -dijo Mercedes-. Es Lila, pobrecita.
    La perra había apoyado las patas delanteras en el colchón y gemía suplicante.
    -No sé para qué sirve tener la perra en la casa -exclamó José malhumorado-. Nunca debimos permitirle a Víctor que la aceptara. Las perras son inmundas.
    Mercedes se levantó y tomó a Lila en brazos. Luego puso una sábana vieja, que usaba para planchar, dentro de un cajón de manzanas vacío, y en él acostó a la perra. Empezaba a clarear. Mercedes permaneció al lado del cajón, con las rodillas entumecidas. "Son seis -murmuró, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas-, seis y no ocho, como yo pensaba. Desgraciada. Igual a nosotras: nunca aprenden ni escarmientan."

2 comentarios:

  1. Me "metí" adentro de la casa. Y el escritor dice un verdad, las mujeres y yo lo haría extensivo a los hombres "nunca aprenden ni escarmientan" Siempre tropezamos con la misma piedra , bueno , pero ese dolorcillo nos recuerda que estamos vivos.
    amelia

    ResponderEliminar
  2. La injusticia que angustia tratada con distancia por el narradador-testigo da paso a un relato que impacta, Carlos Arturo Trinelli

    ResponderEliminar