domingo, 31 de octubre de 2010

Aserrín... Aserrán... (6)

 

 

5.  Todo ha muerto, ya lo sé



Es que estoy hasta el cuello de estar equivocado,
de no saber por qué, cuándo ni cómo
he caminado a tientas hasta mi edad nocturna,
a tientas, sin veredas, por atajos
de ciego sol y bruma indescifrable.
Máximo Simpson

Joaquín Solanas, que era el pibe rico del barrio, inició su precoz carrera de dibujante cuando cursábamos el tercer grado de la primaria. Hoy, cuando yo ya atravesé el Rubicón de la adultez, no tengo dudas de que Amelia Soto, nuestra maestrita en aquellos felices días de la infancia, fue uno de los impulsos, o el acicate decisivo, que convirtió a mi compañero de correrías y travesuras en un eximio bocetista, en un vate del dibujo.
La rubia Amelia, con esa carita ingenua y sus blancas extremidades inferiores expuestas con creativa indolencia, despertó el talento artístico del gordo Joaquín: dibujos con las piernas cruzadas; otros, con las rodillas y los tobillos juntos, inclinados hacia uno u otro  lado. Los había con las piernas de la Soto extendidas, o con una de ellas girando alrededor de un eje imaginario. 
Todo iba sobre rieles: Amelia exhibía y el artista bocetaba. Hasta que una mañana cualquiera el gordo olvidó sobre el pupitre su última obra de arte, rubricada al pie con una ardiente dedicatoria.
Antes de salir al recreo, a la rubia Amelita (¡ destino cruel!) se le ocurrió recorrer los pupitres: un ángulo del dibujo del gordo, que asomaba debajo del cuaderno, despertó su curiosidad.
El resto es obvio. Cuando volvimos del recreo la Soto le pidió a Joaquín que se acercara. Y allí, en el podio sagrado, delante de toda la purretada, le estampó una soberbia y sonorísima cachetada. Un sismógrafo hubiera determinado que el bife de nuestra maestrita alcanzó los 7,5º de la escala Richter.
Las huellas rosadas de cuatro (de los cinco) dedos de la maestra quedaron de muestra en su rostro mofletudo. Estoy seguro que en aquel instante el gordo resolvió hacer un elegante mutis. Desde ese fatídico día cesó de dibujar a la Amelia Soto. O, dicho con propiedad, a las piernas tersas y blancas que, sin duda, le quitaban el sueño nocturno habitual y lo embarcaban en otro tipo de fantasías.
En lugar de bocetarlas mientras la modelo “posaba”, el gordo dibujaba de memoria, agregando detalles fruto de su imaginación fructuosa. Joaquín había iniciado la época creativa de su carrera. Al día siguiente, todavía agraviado, el gordo me propuso, de sopetón, tomarnos un día de “franco”: “Flaco. -me dijo- ¿Porqué no nos hacemos la rabona?”.
La proposición, atrayente y aventuresca, me sedujo. Y nos hicimos la rabona. El sol nos acompañó en la aventura, yéndose a pasear por otras galaxias. Las nubes, sonrientes, tenían todo el cielo para ellas.                                                                

El gordito y yo estábamos unidos en las travesuras, los juegos y las confidencias. Expresábamos con verguenza el cariño que nos ligaba. Éramos buenos compinches, uno flaco, yo, y el otro regordete y bien alimentado, Joaquín Solanas. Vivíamos en Caballito, en la calle Figueroa. La casona de los Solana era de estilo antiguo, con entrada para auto y bellos vitrales, vajilla de plata y porcelanas, sirvienta con cama y la mar en carroza.
Vivíamos pegados a la casona, en un departamento al que se llegaba atravesando un largo pasillo. En realidad, era un conventillo, medio hotel de inmigrantes, para familias que vivían del fiado. Y a veces de la caza y la pesca.
Fuera del gordo, todos los esquenunes éramos reos diplomados en la escuela de la calle, aunque algunos pisamos el palito de la lectura (Edgar Wallace, Verne, Salgari, Sexton Blake, Las mil y una noches, Leoplanes viejos y lo que hubiese). Leíamos todo lo que caía en nuestras manos: historietas, libritos de vaqueros, revistuchas. Descubrimos, con infantil asombro, lugares remotos, o nos extasiábamos con secuencias de un mundo más simple, sin ordenadoras, con personajes buenos y malos, en el que siempre triunfaban Dock Savage, Dick Tracy, el Agente X9. El tiempo nos pasaba entre juegos, lecturas y fechorías tales como tocar timbres y salir disparando, o patearle el cajón de fruta a algún vendedor ambulante. Fueron tiempos de candor, de la crueldad que no medía consecuencias...

Caballito era un inmenso bosque encantado, con brujas y hadas; una aldea mágica con trapecistas y payasos, calles adoquinadas y tranvías que nos desafiaban a bajarle el “trole”, muertes y delirios que no entendíamos. Compinches inocentes, a veces éramos tiernos, otras torpes y crueles, huíamos de la tiranía de los viejos y la incomprensión de la gente mayor, atados a reglas y costumbres arcaicas. Queríamos saber, aprender los misterios de la vida. O, como suspiraríamos tiempo después, “tomar el cielo por asalto”. Pobres gilunes, nosotros, enfrascados en sueños que iban a terminar como brutales pesadillas.                                                                  
Pero estábamos en el día de nuestra rabona: pues no fuimos a la escuela. Recorrimos las callecitas del barrio contándonos estupideces. Las morisquetas de Joaquín y mis imitaciones nos desternillaban de risa. Por último, los zapatos cubiertos de polvo y transpirados, despeinados, extenuados,, decidimos terminar la aventura. También febo acabó con su rabona, reapareciendo jocoso en el firmamento.
Cuando regresábamos, el gordo y yo entonamos a capela y a grito pelado: “Febo asoma/ ya sus rayos/ iluminan el histórico convento”. Esa mañana habíamos perdido la clase de música. Y, como quien no quiere la cosa, el gordo me dijo entre dientes: “¿Sabés una cosa, flaco? Yo la perdono a la Soto”.Y el gilún sentimental se largó a hipar. La Amelita. Rubia, angelical e inolvidable maestrita de tercer grado. Amelita Soto...

La niñez quedó atrás. Al terminar la primaria, seguimos estudiando en la secundaria. Allí calentamos los bancos durante cinco adolescentes años. Aunque el gordo y yo ya no vivíamos en Caballito, nos veíamos a menudo. Casi todos los días nos juntábamos con los antiguos amigos en el bar Garial, al lado del cine Pellegrini. Descubrimos el placer del primer cigarrillo; y el paño verde nos hacía sentir “hombres”. Saboreábamos aquellos balones espumosos acompañados con tostadas de crudo y queso.Y las estruendosas polémicas sobre la guerra, Perón, el marxismo, Codovilla, el origen de la vida y el revisionismo histórico fueron los primeros verseos de cara al futuro...
Joaquín, mientras tanto, se había transformado en un hábil dibujante. Su talento artístico se perfeccionaba en relación directamente proporcional a sus ensoñaciones eróticas. En esa etapa de su vida el gordo, por fin, halló una nueva modelo: Angélica Dubois, la profesora de francés. Alta, áspera y mandona, la “Dubuá” era una mujer de clase. Nos mantenía a distancia con aquella mirada felina que, pueden creerme, nos acobardaba. Mas Joaquín era un apostador de cuna: la dibujaba al pastel y al óleo. Los arrogantes senos de la profesora recibían una meticulosa tarea de orfebre. Los labios de la Dubuá, decididamente eróticos y acicate para nuestras fantasías, resaltaban en sus obras como dos frambuesas afrodisíacas.

Antes de terminar los estudios nuestras vidas fueron tomando rumbos divergentes. Nos veíamos en  ocasiones. La relación se desvanecía, como la infancia, esa hermosa vivencia del comienzo, del echarse a andar, del aprendizaje. Nos perdimos de vista...

De vez en cuando el gordo resucitaba en mis pensamientos. Era como frotar la lámpara de Aladino y ver a Joaquín plantado delante mío. Con la misma fugacidad se esfumaba, como se disipan nuestros sueños nocturnos a la mañana siguiente.                                                                 
Pasaron muchos años. En realidad, casi toda la vida. Ya no vivo en Buenos Aires, mi patria chica. En una de mis visitas, viajando una mañana cualquiera en colectivo, subió un tipo medio pelado, panzón y envejecido. Era uno de esos vendedores de baratijas de la fauna porteña: «Señores pasajeros, tengan ustedes muy buenos días. Aquí  les ofrezco  este  útil artefacto... «blablablá,  blablablá; y por si esto fuera poco,  blablablá. ¡por cinco pesos  solamente!». Pasó a mi lado y giró la cabeza. No dudé: era Joaquín Solanas, el gordo, mi amigo de la infancia, el Cellini del lápiz. Callé; pienso que también el gordo me reconoció y por alguna razón prefirió seguir de largo. Me dejó cavilando.            
Pasaron algunos días y el recuerdo de Joaquín no me abandonaba. Fue entonces cuando interpreté el mensaje. Yo quería, necesitaba revivir el pasado, recrear mi infancia. Tal vez el gordo que pasó a mi lado fue una sombra, un desgarro onírico. Incluso, ni sé si era Joaquín Solanas. No tenía importancia. Entendí, angustiado, que la niñez fue el punto de partida, el comienzo de la vida; que yo me negaba a partir sin hacer esa última travesía. Era como protegerme de la parca, alejarla, hacerme inexpugnable. Estuve deprimido varios días...

Antes de irme de Buenos Aires volví a recorrer los lugares donde transcurrió mi niñez. Nada era igual, todo se veía distinto, cambiado. Me sentí como un intruso que pasea por extrañas comarcas. Busqué mi casa, a mis amigos; ví el potrero de la esquina hollado por un edificio flamante, la casona del gordo despintada, los paraísos de mi Figueroa sin aquella fragancia esotérica. El extranjero, yo, en mi propio barrio. Mientras, unas lágrimas boludas se deslizaban por mi facha y pensé: “Soy el forastero extraviado en el pasado; el que rastrea el ayer atesorado en alguna dimensión impenetrable”. Inflado como una pulga debido a mi “brillante” metáfora, y como inútil responso emponchado en un melancólico sudario de recuerdos, pensé para mí: «Ché, viejos compinches, déjense de joder... Todo ha muerto, ya lo sé»

Juan José Saer



Nació en Serodino (Pcia. de Santa Fe) el 28 de junio de 1937. En 1968 se radicó en París. Publicó varios libros de cuentos, entre ellos, En la zona (1960), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976), novelas como Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), La pesquisa (1994), ensayos reunidos en El río sin orillas (1991) y El concepto de ficción (1997). Su obra poética está recogida en El arte de narrar (1977). Recientemente se publicó una antología de sus cuentos y relatos: Cuentos Completos (2001). Falleció en 2005.

Al abrigo

    Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón --muerte, olvido, fuga precipitada, embargo-- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido --un diario, o lo que fuese--, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
    Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida. O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.


SUSANA MACCIÓ




(Buenos  Aires,1959) Reside en Don Torcuato, Provincia de Buenos Aires. Diseñadora gráfica y docente. Se formó literariamente junto al poeta Gianni Siccardi. Publicó: "Travesía" (Ediciones Topatumba, 1997) libro colectivo. Integró la antología Lacasa de la Poesía (Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1999). Bajo la intemperie del sol (Ediciones Alloni/Proa, 2009 . Inéditos: "Captura", "Ojos desnudos", "Equinoccio", "El arte de escribir" y "Cofre familiar". 


 del libro "Captura" (fragmento)

I

Soy apenas
unas gotas de rocío
que gravitan
en la hierba.

II

Se cuarteó
la pared
del olvido.

Por su grieta
inocente
brotan todas
mis edades.

Los ruidos
las pisadas
los olores
vivos
en la dulce
imperfección
de la pureza.


III

En la trama
del aire
olores
sabores
sonidos.

Tejidos
eternamente
en la cabellera
del río.

El éxtasis
me mantiene
inmóvil.

Blancas mariposas me rodean.

IV

Retazo del paraíso.
Las horas pasan lentas.
Por el filo de sus ojos
cruzan todas mis edades.

V

Hoyo del paraíso
con sus horas
de hibernación
suspendidas
en el centro.
Los días vividos
desfilan
y se mezclan
como una sinfonía en fuga.


VI

Arropada al ayer
con la seda
de las mariposas
en la yema
de los dedos.



VII


El río cruje
cruje
crepita
pasa
estira
su cabellera de olvidos.

En la humedad
de su cuerpo
nada el llanto
de la locura.

Sus manos se rompen
al  golpear
contra las piedras.


VIII

Crepita el río
el río canta
el río llora.

Crepita
bajo las mandíbulas del sol
suda
por la piel de la tierra.

El río es el eslabón
que abre y cierra
los canales de la vida.

ººººººººººººººººº
ROBERTO GOIJMAN


Roberto Goijman: Nació en Villa Crespo, ciudad de Buenos Aires en el año 1953. Hijo de padres humildes, a los 9 años ya trabajaba repartiendo leche en los carros a caballo de La Vascongada. A los 21 años es amenazado, y aparece en las listas de la Alianza Anticomunista Argentina, “Triple A”, pasando entonces a la clandestinidad. Perseguido por la Dictadura Militar genocida se exilia en 1976, después de evitar ser secuestrado/ detenido. Su vivienda es desmantelada y destruida por una bomba.
Organizador del Iº y IIº Encuentro de Narradores y Poetas, “Los Maestros de la Rosa Blindada” (2001), los “Maestros del Escarabajo de Oro”: Puerto Madryn - Chubut, 2002. Edita y dirige la revista literaria Patagonia / Poesía “La yema del cráneo y el ojo”. Ha disertado en destacados eventos de Argentina y Chile. Fue partícipe y difusor del Nuevo Canto y Poesía Patagónica, “Canto Fundamento”. En el año ’97, fue destacado por la provincia del Chubut por enriquecer a las Letras Chubutenses.
Libros editados: La vereda rota, (1996). 1ra edición. 2da edición (2001), Editorial Ediciones Patagonia. Humo Petrificado, (2000) Editorial Nueva Generación, colección dirigida por Atilio Castelpoggi. Hospital Fernández y otros acontecimientos, (2002) Ediciones Patagonia. Un vapor que navega, (2004) Editorial Nueva Generación. Su obra poética inédita esta compuesta por: Historias contadas al pie de una casa; No me ladres que me hieres; Cuando la dialéctica me envuelve el esqueleto; A cuentas de futuras deudas; Sobre flacas y de flacos; Movimientos Interiores; Poemas de la memoria y del viento; Desde la oscuridad, “poemas de exilio”.


Abrirme

Puedo masticar el pensamiento
bárbaro, salvaje del futuro
y abrirme el pecho
cobijarte
y que no sientas frío.


Batucada

Oír los pasos 
amedrentados del sistema.
Callarse la boca
y escupir orina por la sangre.


A paso Firme

Hilvanan las telas adoquinadas 
de la memoria
tejen, pulen los hilos de la historia 
que los acompañan.
Sufren vestimentas sin luces
pero avanzan.


Como si fueras...

Es como si fueras
un nombre,
unos cuantos números,
una ciudad,
una bella edad,
una generación, 
una mirada inexistente,
un corazón latiendo.
Sin embargo...
Desde la concentración del refugio 
más hermoso, 
donde las aguas de los mares juegan
donde el viento con fuerza bruta
acostumbra a probar al hombre
y a escondidas...
Aunque no lo creas, llora,
pude descifrar
tu pequeña mano tendida.


Lágrimas, Bolitas y Robocop

El recuerdo
es una noche pálida en la mano,
eso no quita que las lágrimas
se conviertan en bolitas
y que el llanto de la muñeca de trapo 
se detenga.
La niñez no es sólo cosa del pasado,
antes jugábamos a que nos crecía la barba,
los bigotes, el vello púbico.
Hoy, a estirarnos la piel, a que no avance 
el tiempo.
Y así como antes sabíamos que no podíamos 
crecer de golpe,
soñábamos más con el futuro.
Hoy sabemos que no podemos detener la vida, 
y en vez de disfrutar lo que nos queda, jugamos
con Robocop y con aquello que, sabemos,
no nos pertenece. 


El Otro País

Son las mismas marcas en los mismos productos
son las mismas señas en las mismas señales.
Es el mismo habla en las mismas habladurías
es el mismo asfalto, en distintas calles
con los mismos nombres.
Pero aquí no hubo trolebuses, ni tranvías,
ni mucho menos adoquines.
Sin embargo a pesar de la distancia 
siempre dijeron que las leyes y derechos 
eran los mismos 
que teníamos los mismos colores y monedas
y que por eso nos descontaban la misma
deuda externa.

De: La Vereda Rota y el verdor del rocío. (1996)

Cristina Villanueva 


Sentidos

La distancia entre el
 perfume y la luz
 
 el gusto y el sonido
 
es la piel.
  
El tacto se abre
 
como estrella terrestre
 
 oímos el  luminoso
sonido, la nariz toca
partículas impalpables
ojos en la boca
para gustar.

A veces (no es fácil)
 
ese resplandor llega.
Ángeles caídos
 
rodamos
 
con el rojo brillante de la manzana
 
en el hueco de las alas.

Cristina Villanueva 

sábado, 30 de octubre de 2010

ISABEL ALI


UN FRAGMENTO  
 
Cuando mamá estaba embarazada de Pablo, vivíamos en la Juan B. Justo, en la terraza de la casa de la Bobe. Era un ranchito de paredes de chapa de fibra y techo de cinc que había sido construido para guardar cuanto bártulo anduviera sin sitio fijo. Así, como bártulo sin sitio fijo, llegamos nosotros cuatro (papá, mamá, Julio y yo) y nos acomodamos en los nueve metros cuadrados que tenía, tras salir del departamento que le alquilábamos a Cococho sobre la Avenida Córdoba y cuyo contrato no quiso renovar cuando se enteró que mamá estaba embarazada (“ni perros ni bebés” había dicho, metiendo cualquier cosa que se moviera al ras del suelo en la misma bolsa). El mueblerío ocupaba más espacio que nosotros, papá se lo pasaba en el taller trabajando y mamá nos sentaba a Julio y a mí al borde de la cama para darnos de comer y para ponernos a hacer la tarea. En esa misma cama dormíamos los cuatro. Mamá con su panza que ya amenazaba con explotar, papá acurrucado como una oruga y nosotros en medio. Papá se quejaba de que yo le pateaba los riñones y no lo dejaba dormir tranquilo.  
Teníamos toda la terraza para nosotros, a condición de que no tocáramos la ropa tendida en las sogas y no rompiéramos las plantas. Cuando había sol, disfrutábamos a pleno, pero cuando hacía frío la situación se complicaba: había que permanecer dentro desde que llegábamos de la escuela y quedarse junto a la estufa de garrafa. Esa estufa de garrafa era mágica, nos daba calor y además servía de cocina para la comida. Recuerdo haber despertado con el aroma de las tostadas con queso derretido que mamá preparaba sobre la pantalla incandescente. Para ir al baño había que bajar una escalerita que conducía a un entrepiso. De noche mamá no nos dejaba y nos obligaba a usar una “pelela”, a menos que tuviéramos que hacer “lo segundo”, entonces nos acompañaba con una vela en la mano. A mí me daba vergüenza pero no podía contradecir mucho. A pesar de que tenía siete años ya sabía que las cosas eran como eran. Que no se puede andar exigiendo que la vida cambie y que cada quien hace lo que puede. Son consignas que uno parece traer impresas en el alma. Algo dentro de uno dice que no debés quejarte, que la queja no servirá para nada y no habrá reclamo que te salve de lo que te toca vivir.  
La única luz del ranchito pendía de un cable en medio del monoambiente y el frío se colaba por entre las chapas sin llegar a ser sometido del todo por la estufa que ardía día y noche. Más de una madrugada nos alzaron en vilo de la cama para llevarnos al entrepiso abierto (donde estaban el baño y el lavadero) porque papá andaba saltando techos vecinos con la ambición de recuperar las chapas que el viento había arrancado de cuajo.  
Al fin, antes de que llegara el verano, el abuelo y papá construyeron a la par del ranchito algo más habitable. El abuelo Tito, mi abuelo bígamo, era maestro mayor de obras y, por tanto, sabía cómo hacer una casa decente.  
Él vivía con mi abuela, en la habitación vecina a la de la Bobe en la planta baja, los días sábados y domingos. Los otros días de la semana vivía con su otra esposa. Por supuesto que eso ni mi abuela ni nosotros lo sabíamos. Él decía que de lunes a viernes se iba a la obra, que a veces estaba en Santiago del Estero y a veces en otra parte. Y a su otra esposa no le decía nada, porque ella era enfermera de guardias y trabajaba sábado y domingo de corrido sin enterarse de que su esposo no estaba en su hogar. Menuda historia la del abuelo bígamo, de la cual me enteré como a los dieciocho años, cuando se enfermó y no tuvo más remedio que confesar dónde vivía porque su enfermedad no le permitía volver los fines de semana. La muerte del abuelo provocó dos viudas, aunque un solo manojo de huérfanos ya adultos que habían masticado la situación con dificultad pero sin más remedio. La casa velatoria estaba a pleno. Tenía dos ambientes amplios a los que se accedía por un pasillo en medio, donde alguien tuvo la genial idea de alojar el cajón para que uno lo viera en cuanto cruzaba la entrada. Así se repartieron familiares y amigos hacia ambas alas del lugar. Cada quien para donde veía gente conocida. Los vecinos de nuestro barrio se acercaban a mi abuela para darle el pésame y se sentaban cerca de ella tratando de consolar su dolor, mientras se preguntaban con curiosidad enfermiza quién sería aquella “otra” que reinaba en la sala de enfrente vestida de negro absoluto y que lloraba con tanta angustia. Lo mismo ocurría con los deudos del otro barrio, situado en la otra punta de la ciudad (el abuelo había sido tan previsor de armar la otra familia bien lejos para que no se le mezclaran) que daban a la viuda sus condolencias y vigilaban de reojo a aquella multitud tan rara (que éramos nosotros) liderada por una mujer de luto riguroso. Ni hablar de la doble tragedia del cementerio. Un desastre que nadie en la familia quiere recordar.  
Pero entonces, cuando el abuelo Tito era sólo mi abuelo y nadie lo sabía protagonista de una doble vida, diagramó una habitación de cuatro por cuatro y una pequeña cocina que se adherían a los muros linderos de la terraza: eso permitía ahorrar dos paredes de material y fijar el techo a la altura de la medianera. Papá fue su peón de albañil y nosotros sus fascinados espectadores. Hambrientos y felices comensales, porque cada sábado y domingo de ese tiempo, al mediodía apenas sonaban las doce, el asado estaba listo y no faltaban las visitas. Era la única exigencia de Don Tito, él trabajaba sin cobrar pero el asado era religión y debía estar acompañado de un buen tinto.  
Al fin, la casita quedó terminada y mudamos los muebles del ranchito. Para nosotros era como un castillo: teníamos televisor, una mesa en la cual comer y hacer las tareas de la escuela, una cucheta (yo dormía abajo y Julio arriba) que nos permitió salir de la cama de nuestros padres a la que no terminamos nunca de acostumbrarnos.  
Para asegurarse de que el frío no penetrara por ninguna parte, papá recubrió por dentro el techo de chapas con láminas de telgopor que funcionaban como aislante. El ranchito de chapas continuó allí y sirvió a su fin inicial de contener objetos en desuso, aunque de vez en cuando se convertía en una emulación de almacén, de escuela, de castillo de fantasmas para nuestros juegos.  
El baño seguía en el entrepiso, pero la distancia era mínima. El único punto en desventaja era que el baño carecía de agua caliente, pero mamá lo solucionaba calentando agua en ollas y dándonos nuestro baño diario en la cocina dentro de una palangana gigante que luego desagotaba en el piletón de lavar la ropa que estaba junto al baño. Fue una gran época. Allí pudimos darnos el lujo de tener un loro, una catita que decía frases que papá le había enseñado: “¿querés café?”, “dame la papa”, “Boca campeón”, “¿me querés, papá?”. Y que luego él premiaba con una tapita de gaseosa llena de mate cocido o una rodaja de choclo. Allí nació mi hermano Pablo. Pusieron su cuna entre nuestra cucheta y la cama matrimonial. ¡Qué niño tan bonito era! Y qué llorón.  
Mamá le preparaba la papilla de verduras y carne en una cacerolita que empezaba a hervir temprano. El vapor de la olla trepaba hasta el techo y se condensaba contra el telgopor, produciendo lluvia dentro de toda la casa. Ese entretecho de telgopor merecía un capítulo aparte en nuestras vidas, por las que pasamos debajo de él y por las que le tocó pasar con nosotros. Una vez, Julio abrió una botella de alcohol y le arrimó un fósforo encendido (en esas épocas el alcohol era bueno, no como las diluciones que nos venden ahora en envases de plástico), iniciando una llamarada que se izó hasta el techo y lo obligó a derretirse gota a gota sobre los muebles. Otra vez, nos trepamos a la cucheta armados con una caja de marcadores y dibujamos el cielo con estrellas y un paisaje que nuestros padres no vieron hasta que se fueron a acostar.  
Claro que nosotros veíamos solo lo bueno, porque no nos mostraban lo demás. Mamá nos tenía envueltos en sueños. Sus cuentos de hadas, su atención permanente y su capacidad de crear y arreglárselas con lo que había nos mantenían inmunes a la realidad circundante. Aún de adultos nos costó salir de los espejismos para comprender que no todo es bueno y que el peligro existe aunque no lo sospechemos.  
Pero detrás de nuestros divertimentos se movían cosas que incidían solo sobre los adultos. Uno de los tíos, que vivía en la planta baja, le cobraba a papá un alquiler por ocupar la terraza. Otro vivía protestando que caminábamos sobre su techo todo el tiempo y la retahíla de quejas que a papá le tocaba enfrentar antes de subir la escalera era interminable. Pero el colmo de los problemas llegó primero con la tortuga y finalizó con la Pepa.  
Mi hermano la amó desde el instante en que la vio en la feria de los animales. Papá nos llevaba de paseo a esos lugares: feria de los cachorros, feria de las naciones, feria del campo, feria de las colectividades. Lo pasábamos bien, comíamos y comprábamos cosas que no eran cotidianas y, mamá decía que, eran paseos instructivos y educativos.  
Aquella vez, en la feria de los animales de Pompeya, recorrimos los stands regocijándonos con los animalitos. Julio vio a la tortuga y se encaprichó. No hubo forma de explicarle que no la podíamos llevar, así que papá recontó el dinero que traía en la billetera y la compró.  
Julio estaba feliz. La llevamos a casa y la dejamos en la terraza, mamá le consiguió una cajita para que se metiera a dormir pero ella nunca la usó, le gustaba esconderse tras el ranchito o debajo de las macetas. La tortuga no molestaba a nadie: ¿en qué puede molestar una tortuga? Si es un animal que ni muge ni ruge y se lo pasa durmiendo y comiendo lechuga. La llamamos Catalina y era lo primero que mi hermano buscaba al llegar de la escuela para acariciarle el caparazón rugoso y frío como si fuera el más tierno cachorro de dálmata.  
Un día, Catalina descubrió que había una escalera y allí se ahondó lo que venía pergeñándose desde hacía tiempo. La tortuga se asomó y quiso bajar los escalones, rodó hasta llegar a la planta baja y quedó patas arriba al pie de la escalera. La perra de la Bobe (un foxterrier horrible y malvado que llamaban Pepa) le ladró sin parar toda la noche, despertando a todos los habitantes de la casa. Era un hábito. Cada noche la tortuga “suicida” se arrojaba por la escalera, caía boca arriba y la Pepa le ladraba hasta que se levantaban todos.  
Como ocurre en los clanes poco civilizados, nadie aportó una solución tan sencilla como poner un obstáculo entre la tortuga y la escalera u ordenarle a la perra que se calle (cosa que cualquier can suele hacer cuando su dueño se lo indica). Por el contrario, cada bando optó por defenderse tras trincheras y tomar las represalias que tenía a mano: el tío de abajo le aumentó el alquiler a papá y le incluyó un plus sobre lo que nosotros pagábamos de luz (por el uso de los focos de la escalera y del pasillo de entrada). Papá soportó la nueva directiva y se puso en plan de buscar con urgencia un nuevo lugar donde vivir.  
Mientras tanto las relaciones se volvieron complicadas, apenas contestaban los buenos días cuando cruzábamos la escalera o cuando subían a tender la ropa en la terraza.  
Entonces ocurrió lo que finalizaría en desastre e imposibilitaría cualquier nuevo intento diplomático. Alguien dejó la puerta de calle sin cerrar y Pepa aprovechó la ocasión para huir. Con tanta mala suerte que al cruzar nuestra calle (tan poco transitada por ser un brazo de la Juan B. Justo que se bifurcaba bajo el puente) un auto le pasó por encima y le destrozó la cabeza además de hacerle saltar las tripas sobre el asfalto. La Bobe entró con los restos de la perra infame entre los brazos y la puso sobre la mesa. No paraba de llorar a moco tendido pidiendo al cielo morirse con ella. Fue una escena dantesca: todo el mundo en torno al cadáver de la perra. Mamá tratando de taparnos los ojos para que no viéramos la masacre y nosotros empeñados en el acto morboso de contemplar. El único faltante era papá, porque estaba trabajando. Y por tanto, resultó ser el único pasible de culpa. Cuando preguntaron quién había dejado la puerta de calle abierta y, por ende, asesinado a Pepa, uno a uno dijeron “yo no fui” y por descarte se acusó al ausente.  
Sobre la mesa, en el patio de la planta baja, se organizó el velorio. Pepa sobre una sábana blanca ornada con puntillas y rodeada de velas, y en torno a la mesa el clan completo llorando la irreparable pérdida sobre el hombro de la inconsolable Bobe. Con esa puesta en escena se encontró mi padre, cuando volvió del trabajo para almorzar, y con el dedo acusador de los asistentes al velatorio. Sorprendido y ofuscado trepó las escaleras y empezó a gritar en nuestra cocina ante mi mamá, que lo escuchaba sin siquiera intentar mechar algún comentario, defenestrando a toda la parentela de mi madre hasta ocho generaciones más atrás. Mientras aullaba sus insultos, el tío Coco golpeó la puerta pidiéndole socorro.  
Había que enterrar a Pepa y nadie quería hacerse cargo. La Bobe se aferraba a los restos de la perra y se negaba a que se la llevaran y Coco solo no podía cargarla y enterrarla, según él. Aunque lo que buscaba era un cómplice para que la Bobe no descargara sus furias en él solo. Papá, primero lo mandó de paseo al demonio, pero después y ante el discurso conmovedor de Coco aceptó ayudar de mala gana y bajó las escaleras con una pala en la mano. Consiguieron llevarse a la Bobe a la habitación vaya a saber con qué excusa y Coco metió a la Pepa en una bolsa negra de consorcio.  
Cuando volvieron eran como las cinco de la tarde, la habían enterrado al costado de las vías, unas tres cuadras hacia Corrientes. Empezó a llover, finito al principio y luego con más fuerza, papá se tomó unos mates y se fue de nuevo a trabajar.  
A la hora de la cena, oímos gritos en la planta baja. Papá corrió pensando que la Bobe había tenido un ataque o algo por el estilo. Nosotros corrimos detrás de él, mamá con Pablo en brazos. Y al llegar abajo descubrimos el motivo de tanto barullo: Pepa estaba en el pasillo, arrastrándose y arrastrando sus vísceras sueltas por el piso dejando tras de sí una estela de sangre barrosa. Había salido de su tumba improvisada y de la bolsa, recorrido tres cuadras y arañado la puerta de calle hasta que alguien, oyendo los rasguños, fue a abrir y se encontró con la resucitada. No pudimos ver más porque mamá nos empujó escaleras arriba amenazándonos con darnos sendas patadas si esta vez no le hacíamos caso. Pero a escondidas, más tarde, mientras mamá y papá hablaban en la cocina, alcanzamos a escuchar con la oreja pegada a la pared, que Coco le dio un golpe final en la cabeza y la volvieron a meter en una bolsa para reenterrarla. Un caos desde el despilfarro de perro contra las paredes, que hubo que cepillar, hasta las sales y el licor de cerezas que tuvieron que darle a la Bobe para que reaccionara tras el desmayo que sufriera por el espanto.  
Y que convirtió a Coco y mi papá, ante los ojos de la Bobe, en verdaderos asesinos. Y a Julio y a mí en presos de una recurrente pesadilla que nos torturó durante muchas noches: la perra que volvía de la muerte y se arrastraba como un gusano sanguinolento hasta el borde de nuestras almohadas.  
Ese hito fue la estocada final. No pasaron dos meses antes que nos mudáramos y, ese tiempo, estuvimos el mínimo imprescindible dentro de casa. Íbamos de la escuela a visitar amigos, al club, a la plaza, a donde fuera que no tuviéramos que cruzarnos con la mirada acusadora y vengativa de la Bobe y su corte nefasta.  
No sé cómo hizo papá para juntar la plata del depósito y conseguir una garantía en tan poco tiempo. Pero lo logró. Y encontró una casa grande, que en realidad era lo único que había disponible. Tres habitaciones y un comedor, cocina y baño, patio gigante con una escalera que daba a una pequeña habitación que se erigía sobre la cocina. Los pisos eran de pinotea asentada con pilares sobre el sótano. Las paredes tenían siete metros de alto. Los dos ventanales del comedor daban a la calle. Antes de mudarnos hubo que reparar goteras, maderas del piso, baldosas del patio y cloacas tapadas por una tonelada de las hojas del paraíso que, desde la vereda, tendía sus ramas por encima de los techos hasta el patio. Al fin quedó habitable y trasladamos nuestras vidas junto con nuestras pertenencias.  
La casa nueva se inundaba una o dos veces al año. Había quienes decían que el arroyo Maldonado estaba atorado en su desembocadura, allá por el Regimiento I, con cuerpos de desaparecidos. Pero nadie podía aseverarlo ni refutarlo. Yo tenía doce años y en mi familia de eso no se hablaba, más por ignorancia que por prohibición, eran gentes de pasiones sencillas: trabajo, televisión, revistas de historietas, asado los domingos, más trabajo. A nadie le importaba mucho la política y si se cantaba alguna marchita era la de Boca, con la intención arácnida de molestar al vecino de enfrente, del cual nos habíamos enterado que era confeso hincha de River.  
Decía que la casa se inundaba y nosotros, cuando venía la tormenta y el arroyo tronaba bajo el puente, poníamos la compuerta que papá había fabricado. Eso frenaba el agua que venía de afuera atropellando todo por la Juan B. Justo hasta encarar Godoy Cruz. Pero había otra agua, que no se podía frenar ni con rezos ni con barreras férreas: era la que subía por los sótanos. Debajo de las casas de toda la manzana, había sótanos de tres metros de hondo, con pisos de tierra, intercomunicados con arcadas del tiempo de Ñaupa. Con eso de los sótanos también rodaba una leyenda: que habían sido la senda de escape de más de un revoltoso y que si se conocía el camino correcto se podía atravesar el dédalo y llegar a una explanada a orillas del Maldonado donde un bote esperaba listo para encaramarse al caudal de la tubería y asomar en el Río de la Plata. Tampoco había quien pudiera certificarlo, pero a los viejos del barrio les gustaba presumir sobre su existencia.  
El asunto es que esos túneles se convertían en la vía de descompresión del Maldonado cuando el nivel de agua presionaba. Entonces las casas se inundaban desde adentro y no había compuerta ni milagro que nos salvara de la mojadura.  
La primera vez nos tomó por sorpresa. Hacía unos pocos meses que nos habíamos mudado y, si bien sabíamos de las inundaciones, nadie nos había advertido que podían llegar a ser tan graves. Apenas atinamos a correr hacia la única habitación de arriba, que papá usaba como cuarto de herramientas, en medio de la lluvia, con lo puesto y sin provisiones. En cuanto escampó papá salió a la calle vadeando la laguna de nuestro patio y se anotició de que la catástrofe era normal y reiterativa desde épocas inmemoriales, aunque jamás había alcanzado semejante gravedad. Tarde para nosotros que tuvimos que comprar muebles y ropa y hasta gestionar duplicados de cuanto documento había guardado mamá en su cómoda.  
El otoño y el invierno nos dieron el respiro necesario para preparar la defensa. Cuando la inundación regresó, papá ya tenía organizada una estrategia: clavos gigantes en las paredes para colgar las camas, altos, altísimos, estantes para salvaguardar la ropa. Y la habitación superior convertida en refugio: sol de noche, sopas instantáneas, botellas de agua, anafe, acolchados, toallas, paquetes de galletitas, radio a pilas y mazos de cartas y revistas para que los chicos no molestáramos quejándonos de puro aburridos.  
De noche nos cobijábamos allí. De día, si el agua no amenazaba con ahogarnos sobrepasando nuestra estatura, bajábamos la escalera e íbamos al comedor, trepábamos al alto ventanal para ver lo que pasaba afuera. “Pescábamos” objetos que flotaban en la calle y liberábamos barcos y balsas de diario, telgopor o cáscaras de sandía. No había peligro de electrocución porque apenas el agua subía se cortaba todo: electricidad, gas, agua corriente. Pero igual no nos dejaban andar en el agua, había que vadear lo mínimo imprescindible para ir de un lado a otro y, de inmediato treparse a algo, porque la que venía de la calle traía lamparones iridiscentes del combustible de la estación de servicio de la esquina. Y como la de adentro pasaba el nivel de los inodoros, nunca se sabía qué podía encontrar uno flotando junto a un juguete o un plato perdido por ahí.  
La lora se había muerto de moquillo mucho antes de que Pepa muriera y resucitara. Pero Catalina había venido con nosotros. Para ese entonces no era la única, Julio se había hecho de Flor, un tortugo que se subía sobre la caparazón de Catalina cada vez que podía y emitía un sonido de “uuh, uuh” parecido al de los palomos cuando la divisaba a cinco metros de distancia. Papá se había traído a Samantha, una perra de supuesta raza, malcriada y egoísta que mordía las patas de las sillas cuando nos movíamos. Y mamá tenía un cardenal, el único que no había que subir a la pieza-refugio cuando se inundaba, porque la jaula estaba alta y permanecía a salvo. Luego, con el correr de los años, también llegaron Jenifer (una perra en miniatura que temblaba todo el tiempo), Francesca (una gata de alta alcurnia) y un canario amarillo limón que cantaba como un barítono respondiendo a cualquier silbido.  
Recuerdo esas huidas veloces. Ya todos sabíamos lo que había que hacer. Cada quien alzaba sus objetos imprescindibles, colgaba la cama del clavo, buscaba a mamá para ver si había que cargar algo más y corría por las escaleras cubierto con una toalla o una sábana para protegerse. Generalmente, cuando empezaba a llover, papá acercaba su oído a la tapa del sótano para descubrir si los sonidos del arroyo acechaban. En cuanto se escuchaba el bramar del agua entre las arcadas, si dormíamos, nos despertaba y empezaba el ejercicio. Teníamos entre quince minutos y media hora antes de que el agua invadiera la casa. Lo ayudábamos a colocar la heladera sobre la mesa, el televisor sobre el bargueño y todo electrodoméstico en las alturas, para preservarlos.  
En una de esas huídas, papá subió las escaleras con Samantha a upa. Mamá llevaba Pablo y Pablo a Flor. Cuando nos asomamos desde el rellano para ver cómo estaba la cosa allí abajo, Julio divisó a Catalina flotando en medio del patio arrastrada por la corriente, sin poder hallar asidero donde pararse. Empezó a los gritos, diciendo que Catalina se ahogaba y que había que ayudarla. Papá se lanzó desde las alturas, como un clavadista en plena olimpíada, y nadó hasta alcanzar a la tortuga. Se la entregó a mi hermano para que la seque con la toalla, mientras mi mamá se empeñaba en envolverlo a él con un toallón y decirle que estaba loco.  
Julio me miró por encima del caparazón enorme como un casco y me dijo: —Papá es Supermán, viste…  
Nunca entendí porque no bajó las escaleras en vez de arrojarse desde lo alto. Como nunca entendí muchas cosas de mi padre. Pero en definitiva, tampoco me competía comprenderlo. Me bastaba con saber que, muy a su manera, era un superhéroe.  
Hubo otra inundación que marcó mi vida, ocurrió en pleno verano. Hacía mucho calor. Yo ya tenía unos dieciséis años y estaba perdidamente enamorada de un muchacho que trabajaba en el taller de papá. Se llamaba Carlos y no me daba ni la hora. Cuando yo iba a ver a papá al taller, apenas si me contemplaba de reojo gruñendo un saludo. No tenía ninguna esperanza de que fuera a prestarme atención porque era un poco más grande y a mí me parecía tan lindo que creía que nunca iba a mirarme.  
Esa tarde de verano me había trepado al ventanal con mis hermanos. Estábamos mirando las latas de la pinturería que flotaban en pos de la corriente en dirección a la Avenida Córdoba y se chocaban con los árboles.  
En medio del aguacero, con el agua cubriéndole hasta la cintura, apareció Carlos. Saludó a papá, que estaba a unos metros asomado a la puerta, y le pidió permiso para darme un regalo. Papá lo miró sospechando que algo más que un regalo se traía entre manos y le dio un discurso sobre las buenas costumbres de una casa de familia y los visitantes nuevos que a mí me pareció eterno. Yo moría por ver el regalo y por conocer las causas de semejante acontecimiento. Carlos dijo algo sobre sus serias intenciones e hizo promesas de no defraudar la confianza y portarse como un caballero.  
Al fin, tras un permiso entregado a regañadientes, se paró frente a mí y me entregó un paquete que sacó de debajo de su piloto.  
Era un cuadro. Me sorprendí descubriendo mi rostro armado a trozos sobre la tela, entremezclado con partes de un paisaje. Me explicó que era surrealismo, que lo había pintado él pensando en mí. Y, mientras mis dos hermanos se retorcían de risa a mi lado, me dijo que me amaba desde el primer momento en que me había visto, que quería que fuésemos novios y que volvería para visitarme apenas el agua bajara.  
Los vecinos estaban mirando, mi padre estaba mirando, el mundo entero estaba mirando a ese chico sumergido en las aguas al pie de mi ventana, que acababa de entregarme su ofrenda y de confesar que yo era su musa. Fue un instante inolvidable. De esos que nunca en la vida se repiten y que marcan un quiebre, una bisagra en la adolescencia, que nos empuja a crecer.  
Carlos pintó muchos otros cuadros para mí, todos ellos con su sello fantasioso y surreal. También tocaba la guitarra. Una guitarra a la cual él mismo le había pintado un paisaje en el frente. Tocaba melodías de Led Zeppelin que para mí eran desconocidas y maravillosas.  
Nos escribíamos cartas. Larguísimas, llenas de pasión y poesía, que yo releía cientos de veces por las noches para mitigar el dolor de extrañarlo.  
Fue la última inundación. Dijeron que habían limpiado la desembocadura del Maldonado y por eso fluía directamente hacia el río, como debió haber sido siempre.  
Los sótanos se secaron definitivamente, aunque quién puede asegurar que el arroyo no desbordó alguna vez, aunque haya sido un poco, porque añoraba sentirse poderoso. Nadie. Porque nadie que yo sepa se atrevió a adentrarse en los laberintos para explorar la orilla.  
A veces, soñaba que el agua venía y no nos daba tiempo a despertar, y moríamos ahogados en medio de un sueño.  
A todos nos quedó el dolor difuso en las caderas que se agrava en tiempos de mal clima, fruto de la humedad absorbida durante esos avatares.  
Carlos y yo fuimos novios durante dos años. Un día, él descubrió que quería otra cosa para sí mismo, que sus ambiciones superaban las mías y puso distancia conmigo y con el barrio. Se mudó al borde de la cordillera y allí comenzó su propia historia.  
Tras su partida, me deshice de cuanto objeto me lo recordara. Conservé los cuadros, pero el destino quiso que hasta eso desapareciera cuando, muchos años después, mi casa en las sierras fue consumida por un incendio.  
Luego de Carlos, me rehíce y comencé de nuevo, formé una pareja, tuve cuatro hijos y me mudé a las sierras para afincarme y tener el quinto. El incendio fue solamente otra catástrofe, para nada agradable pero ni más ni menos.  
Creo que desde pequeños, a mis hermanos y a mí, la vida nos preparó para sobrevivir azotándonos en cada oportunidad que tuvo. Claro que nos dio alegrías y nos mostró luces en el camino. Nunca estuvimos solos. Aún en medio de la oscuridad total y la desesperación pienso en mis hermanos y ruego que estén rodeados de afecto. Me ha tocado sentarme frente a un plato de fideos recalentados, a sabiendas de que era lo último que había para comer, y dar las gracias por ello con la petición al cielo de que a mis hermanos nunca les falte, al menos eso: un plato de fideos. Tengo un nexo fraternal que supera los kilómetros que nos separan, que no tiene que ver con llamadas telefónicas ni cartas ni visitas en persona. Siento que siempre están conmigo.  
Al menos en mi caso, las pérdidas signan mi destino. Por eso ya no me apego a nada. Lo único que me importa conservar, y trabajo a diario en ello, son los seres queridos. Porque sé que todo lo otro se repone. Pero si te faltan los que amás, si no hay un Supermán que salve a la tortuga, alguien que te envuelva en una toalla o diga presente al pie de tu balcón, no hay mucho motivo para confesar que se ha vivido.