jueves, 20 de mayo de 2010

DESDE HACE SEIS DÍAS, UNOS CINCUENTA DESALOJADOS PERMANECEN EN EL CABILDO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES . Titular del Diario “La Arena”. Santa Rosa, miércoles 7 de diciembre de 1994.


GUILLERMO HERZEL




Angélica de los dos Cabildos

Próximo ya el 25 de mayo, les hago llegar este cuento, escrito con toda la bronca de mediados de los `90, cuando el menemato nos dejaba en bolas como país. ¡Qué este bi centenario nos ayude a recuperar la voluntad revolucionaria de Moreno, Belgrano, Castelli y todos los patriotas que se nos adelantaron con los sueños!
Un abrazo.
Guillermo
La de este miércoles, 7 de diciembre de 1994, fue la sexta noche que los anchos muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, velaron el descanso y los sueños de mujeres, hombres, ancianos, niños... Cincuenta personas, y algunas más, que desaparecieron, cuando la policía llegó amenazante, diciendo que el Juez de menores se llevaría a los chicos en custodia, para que no duerman en la calle. Andarán en alguna plaza cercana. No tan a la vista de todo el mundo. Porque no es por los chicos ni por los viejos, la bronca de los funcionarios del gobierno. Es por esa multitud que pasa y pasa por el lugar. Delegaciones de escolares, viajeros del interior, extranjeros, turistas, los diarios, los curas de la catedral que correrán a contarlo a sus obispos, las Madres de Plaza de Mayo, como si no fuera suficiente el despelote que arman todas las semanas, y los políticos, siempre buscando argumentos nuevos para las próximas elecciones. ¡Cómo se van a refugiar justo ahí, en el corazón de las decisiones políticas del país!
Fue la sexta noche que, en la recova del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, intentaron guarecerse y descansar, albergar sus sueños y esperanzas, cincuenta desalojados. Sucedió sobre el final de la primavera de este 1994, año de injusticias y broncas, que crecen a cada segundo, multiplicadas por la farsa y el silencio oficial, los carros de asalto y la violencia de la policía.
Nadie advirtió en las cinco noches anteriores, esa luz encendida sobre el filo de la madrugada, en la segunda puerta que abre el interior del edificio al fresco reparo de la galería del primer piso.
Angélica la vio esa noche. Llegada desde Tucumán hace menos de un año, no dejó que la ciudad le atrofie su capacidad para distinguir una suave luz, como aquella, en la oscuridad de una noche. Si el Cabildo está cerrado, pensó. ¿Quién ha encendido esa luz? Los dos pequeños dormían, acurrucados debajo de una campera, contra la histórica pared que sostuvo la revuelta de Mayo. Entonces se decidió. Sabía que desde el patio se puede ingresar por una puerta cerrada por una simple cadena. Entró tratando de no hacer ruido. Todo era oscuridad. A tientas y muy lentamente, llegó a una escalera que, imaginó, la llevaría hasta la puerta de entrada.
Subió. No veía nada. Uno, dos, tres escalones más y apareció una fina línea luminosa por encima de su mirada. Era sin duda la puerta esperada, el lugar que buscaba. Faltarían cinco o seis escalones más. Con todo cuidado siguió subiendo hasta que sus zapatillas se iluminaron al pie de la madera que ahora la separaba del misterio y le exigía a su corazón un ritmo desenfrenado.

Recordó todo en ese instante: el viaje desde Tucumán hacia la esperanza del trabajo y la casa, los días que pasó en aquel depósito que los compañeros habían descubierto y tomado, antes de su llegada. La voluntad de todos de luchar por un techo, un amparo capaz de contener sueños y broncas, de ofrecerse al descubrimiento de los pequeños que andan asumiendo la vida, sin la simple compañía de un pájaro, sin la sombra y la ternura de un árbol.
Recordó el desalojo, cuando llegó el empleado de la Justicia con tantos policías. La intención de resistir y la inmediata sensación de derrota, ante el despliegue impresionante de armamento y efectivos.
Recordó, milímetro a milímetro, todo lo ocurrido desde aquella tarde, cuando en su remoto pueblito, decidió medir suerte en Buenos Aires.
Estaba allí, en una situación que jamás hubiese imaginado, llevada, simplemente, por una curiosidad que ahora, frente a la luz que escapaba por debajo de la puerta, parecía desmedida para alguien que anda queriendo resolver algo tan elemental como la necesidad de una simple vivienda, donde, al calor de sus paredes, recuperar el sentido de la vida.
Ya antes de llegar a la puerta  le pareció escuchar que hablaban. Eran voces que crecían a medida que se acercaba. En un momento se encontró con el frío bronce de un pomo, de generosas dimensiones, con el que, seguramente, se abría la puerta. La línea de luz se prolongó a todo el margen izquierdo del marco y comenzó a crecer, permitiéndole hacer un primer balance de lo que allí estaba ocurriendo: un importante grupo de gente ocupaba altas y finas sillas tapizadas, colocadas en torno a una mesa de grandes dimensiones. Vestían buenas ropas, formales y antiguas. Otra gente, de pie, completaba la capacidad del recinto y participaba, asintiendo o reprobando lo que debatían quienes estaban sentados.
La vista de Angélica volvió a la mesa. Allí vio algunas caras que le fueron familiares. ¿De dónde? ¿Quién era, por ejemplo, ese hombre que hablaba agitando sus brazos con ademanes que reforzaban lo que decía? ¿Dónde lo había visto antes? ¿En su pueblito de Tucumán? (Aunque esa ropa...) ¿En el tren? Pero los que están sentados a su lado, a izquierda y derecha, también le resultan conocidos. Quizá compañeros del depósito, donde vivió casi medio año, hasta el desalojo... ¿Gente del grupo con el que tantas veces cortaron calles? Pasó revista, uno por uno, a todos los presentes.
Alcanzó a ver, entonces, una larga hilera de retratos, enmarcados y colgados en una de las paredes laterales. Allí encontró la respuesta a la incertidumbre de aquellos rostros familiares y desconocidos, tan especiales y tan anónimos a la vez.
Muchas de las caras sentadas en torno a la gran mesa, ornamentaban la sala del cabildo de la ciudad de Buenos Aires. Al pie de cada retrato y con grandes letras, sus respectivos nombres y apellidos.
Angélica iba y venía con sus ojos. Buscaba el cuadro que correspondía a cada uno y regresaba a él por su identidad.
Aquellos que estaban hablando -ya no había dudas- eran Moreno, Paso, Belgrano, Castelli, Matheu, Alberti, Larrea, Azcuénaga...
Hablaban de las dificultades de sus compañeros, los que dormían abajo: que hay que romper las cadenas que nos atan al imperio colonial. Fomentar la industria para crear puestos de trabajo. Gobernar para las mayorías populares y desarrollar un verdadero sentido de país. Poner la tierra al servicio de la producción. Que a ningún vecino le falte trabajo ni escuela ni hospital ni vivienda. Y que, para lograr todas estas cosas y muchas otras que necesita la gente, ya no hay margen para negociar. Que el único camino es desconocer la autoridad del Virrey, anular toda injerencia extranjera y de criollos cómplices del imperio, para luego, ya sin ellos, en la gloria de la libertad, desarrollar una profunda revolución que nos habilite a todos para gozar de aquellos derechos.
En los ventanales del frente, el cielo claro comenzaba a parecerse al río. Desde las remotas profundidades del horizonte volvía la luz sobre Buenos Aires. Los moradores de la galería, abajo, abandonaban sus improvisados lechos. Doblaban alguna frazada o abrigo y conversaban en una rueda que crecía: que cuántos se han quedado anoche, que otra vez somos cincuenta, que a los chicos no se los lleva nadie...
Y la rueda crecía...
Pronto bajará Angélica para discutir con todos nosotros los proyectos que, después de dos siglos de debate, está terminando de ajustar con los señores del primer piso, entre los muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires. ■

Guillermo Herzel - . 2009

2 comentarios:

  1. Suelo mirar iglesias en cualquier lugar del país-fuera o dentro de la fe que tenga, fuera de las creencias religosas personales- no hay, no creo haber visto una sola que no tenga gente durmiendo en la calle, ni siquiera las hacen entrar de noche. Y cuando no los veo a los que ya que tengo vistos, es porque los hacen ponerse a un costado. Después de escribir esto, lloraría tres días, porque siempre que puedo digo algo y suelen sacarme zapateando o lo que es peor, utilizan los mejores modos de voces de miel para que trate de entender lo que es imposible de aceptar. No puedo escribir Amén.

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  2. Querido amigo, me llegó este texto que no pude leer en la radio por una cuestión de tiempo pero que recuerdo en la ocasión, cuando lo escribiste, y cada palabra llega con la emoción y esa sensibilidad tuya que caracteriza lo que ponés en el papel. En lo personal no solo admiro al escritor, hay detrás algo mucho más potente y está en el ser humano. Tu defensa en favor de los aborígenes, tu voz elevada ante la injusticia, tu defensa por los derechos, los ideales y la tierra. Un gusto encontrarte entre los artesanos literarios.

    Lily Chavez

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