viernes, 31 de diciembre de 2010

jueves, 30 de diciembre de 2010

lectores, colaboradores, amigos
LUTER KING
también yo tuve un sueño...

soñé que en el 2011 el mundo entraría en una era de paz y concordia...
que en el 2011 las mujeres y los hombres vivirían en armonía, no habrían asesinatos y el mundo sería la Arcadia de la historia moderna...


Mas era sólo un sueño, una pesadilla recubierta con dulce de leche, una utopía, una quimera.

de todos modos, amigos, que el 2011 se apiade de nosotros e ilumine nuestro futuro, que la guerra y la violencia sean borrados de la enciclopedia de la vida diaria.

que poetas, escritores, artistas, hombres, mujeres, niños y ancianos disfruten del don de existir, que el amor y la fraternidad sean el símbolo de la existencia humana. amén

un abrazo solidario para todos,
Ester y Andrés – 30/12/2010

Que tengan un prodigioso 2011!

XAFIER LEIB’S


Anoche tuve un sueño y hace cinco minutos me topé con una frase. Entre estos dos eventos, estaba pensando que debía mandar algún deseo para el nuevo año que se avecina.
Mientras tomaba una sopa en la cocina, se me ocurrió que tal vez todo esto podría estar relacionado.
En el sueño yo estaba arriba de un escenario tocando junto a los Guns N’ Roses. Abajo, en medio del público, estaba Mario Barakus con una ametralladora, disparando en el aire para evitar que los fans se nos acercaran. Al lado del escenario había un puestito en el que vendían falafel y según decía la gente, se trataba del mejor falafel de todo el Líbano.
Ahí fue cuando desperté.
Habrá quienes dirán que el sueño presenta claras alusiones anticapitalistas; otros dirán justamente todo lo contrario; algunos alegarán que se trata, en el fondo, de un complot judío para dominar el mundo o que simplemente fantaseo con ser parte de la Jet-Set mundial.
A todos aquellos, entonces, que se apurarán a conjeturar y especular, les transmito esta frase que apareció en un panfleto de un teatro parisino y que pertenece ni más ni menos que a Víctor Hugo: El prodigio y el monstruo tienen las mismas raíces.

Que tengan un prodigioso 2011! 

martes, 28 de diciembre de 2010

ANGÉLICA GARAY


Hoy, 28 de diciembre de 2010 ha fallecido Angélica Garay. Hay entre los poetas un silencio que se parece a grito.


 De su libro "Comarca y otras latitudes"

Poema XI

Sólo seré habitante de un valle de ausencias:
no habrá árbol,
ni pájaro
ni vuelo.
Entonces, abriré los brazos
y edificaré mi propia sombra.

Una cruz solitaria.

Angélica Garay

ERNESTO RAMÍREZ — Breve y pequeño ajuste de la realidad



 “Este pozo de angustias rutinarias”
últimas palabras del Loco Lugones
(del “Perseguidor de sueños”)*

Barrio de Sañoram en Montevideo (Maroñas y Flor de Maroñas), pagos de Eladio Palermo, "el perseguidor de sueños"



La realidad es una percepción que a veces es atropellada por el deseo o bien por la necesidad.
Mi retorno a Estación Sañoram -minuciosamente detallado con anterioridad*- resultó algo diferente de mi relato. Fundamentalmente por que ya no había trenes que besaran su andén desvencijado. Las vías eran un largo cantero de bordes de hierro rebosante de yuyos y de chilcas. Y si bien el pelado Barragán – el hijo, mi amigo de la infancia, que no reconocí- dormía sobre la mesa en el que otrora fuera el edificio de la estación, -ganado por el polvo y las telarañas- lo hacía descansando de una curda tempranera y nostálgica, y no en cumplimiento de su heredado y perdido cargo.
Por lo que no llegué en ningún tren que partió “veloz y sin contemplaciones” repitiendo en las ventanillas, como un aluvión de cachetadas, la imagen de mi rostro vapuleado por treinta años de ausencia. Lo hice andando desde la carretera principal donde había descendido del ómnibus interurbano que me trajo. Lo demás: la visión de los pollos de pico abierto bajo el sauzal, el cartel que anunciaba con pretérito orgullo la existencia del caserío, el encuentro con Velásquez en el boliche, la visión de las gentes recién renacidas de la siesta, y el recibimiento de mi madre, sí acontecieron tal cual lo narré.
Es inevitable que el recuerdo atesorado, acicateado por la emoción, nos depare siempre alguna sorpresa reservándose ciertas licencias. El tren había sido muy significativo en mi vida, sobre todo en mi deseo de abandonar aquel lugar, de hecho partí en uno de sus vagones. También era o había sido el sentido intrínseco y extrínseco del poblado. Por lo que no es extraño que al verme de nuevo sobre el viejo andén, se me apareciera casi tan metálico y real como antaño. Como echándome en cara el tiempo ausente y el desamparo en que mi partida y otras lo sumieron, hasta tornarlo del todo prescindible. Además la estación, desde el suicidio de Lugones, había representado el epicentro de la tragedia que para mí significaba en esos años, pertenecer al lugar. A ese pozo que el tiempo y la distancia me enseñarían a añorar al punto de volver, cargando un saco con tres décadas de baratijas, para quedarme hasta la rigidez final.
Es cierto que no ha sido fácil reubicarme de nuevo. Que muchas tardes he sentido necesidad de escapar corriendo en cualquier dirección. Y que la soledad aferrada como el tiempo a cada arruga de mi madre la han degradado a un ente maternal de funcionalidad autómata. Pero también es cierto que el calor de la gente me conservaba intacto entre sus mantas de afecto, pasando por alto mis desplantes juveniles al lugar y abriéndome sus corazones; tan inmensos como las catedrales, los muros y las pirámides que he conocido en estos largos años de ausencia.
Hoy, ya reinsertado al entorno abúlico y pueblerino. Lejos del vértigo que tanto deseé hasta que acabó centrifugándome el corazón y escupiéndolo por mis poros. Hoy, que en las siestas, lejos de morirme de parsimonia, recorro el lugar disfrutando de sus olores, de su sencillez, de sus cálidas techumbres. Hoy que paseo en soledad a lo largo de la vía, por el mero gusto de pasar, como entonces el tren, frente a la estación, me siento como una de esas chilcas que han brotado y crecido entre los rieles. Con más movimiento, sí, pero igual profundidad

ANDRÉS ALDAO — Sueños en el altillo

 

Sueños en el altillo                                                                                         


Estoy en contra de los términos
                           “fantasía”,  “simbolismo”.

                                                                   Todo nuestro mundo interior es realidad, tal vez más real que el mundo manifiesto.

Mark  Chagall
                                                          

Fue como perder la sensación de realidad. No estaba seguro de nada. Le pareció que trastabillaba, que iba recorriendo el camino inverso. Que éste era una rampa empinada. Una rampa y un camino en los que se duplicaba su personalidad. Así comenzaron las dudas, el desgano, esa compulsión por hallar su identidad. Tuvo miedo. La incertidumbre le provocaba pánico. Sentía que resbalaba en un vacío astral. Que penetraba en una dimensión en la cual rigen otras leyes cósmicas. Un mundo esotérico que linda con la desesperanza. Una visión onírica involucrada en la tragedia humana. Demiurgo de pesadillas que azotan las mentes neuróticas...
Percibía las palpitaciones, semejantes a la vibración del universo. Ensoñaciones eróticas le empapaban el cuerpo con un sudor viscoso. La barba de días le provocaba picazón y notaba las manos pegajosas. Horrorizado, se le ocurrió que la materia de su cuerpo había comenzado a disolverse.
El tipo de delantal blanco era un sádico insoportable que ejecutaba las órdenes de aquella mujer, elegante y atractiva, pero cruel. Igual que una rata de alcantarilla.
Se iniciaba un nuevo día.  Escuchaba a través de la claraboya del altillo las voces de los caminantes: “Es un día radiante”, decía uno; “Apropiado para pasear”, agregaba otro. No entendía. Cerraba los ojos y sacudía la cabeza, el cuerpo temblaba. Bajó del catre: no recordaba haber dormido. Tenía las manos frías; percatándose de que carecía de la noción “antes”. Era una sensación inexplicable, sin saber dónde estuvo –si estuvo- y qué había hecho –si hizo– durante la cuenta regresiva. Por las noches, dichoso, trepaba sobre las tinieblas del sueño. No era fácil, pero le inundaba un gozo inusual, como si flotara en una oquedad sin realidad ni materia. Semejante al placer de un feto –suponía– desplazándose en la cobija del lago materno. El mundo real se desvanecía y él no se inquietaba. Luego, al abrir los ojos, le asombrababa la quietud, la parquedad de los sonidos y el movimiento, atrapado en una secuencia inmutable; el éxtasis de una realidad estática cuya traslación ocurría fuera del espacio de sus sueños. Tal vez en otra esfera del universo. Sus percepciones eran contradictorias. Como si la existencia y la realidad fueran dos dimensiones distintas, y la vida una etapa de los sueños. La vigilia, tal vez, era el sueño; y la realidad sólo una ficción. El sueño, quizás, un eufemismo de la nada, y la realidad un disfraz de esa misma nada. Merodeaba alrededor de una diabólica entelequia que no podía resolver. Un teorema intrincado, abstruso, ilógico.
Caminaba alrededor del altillo, las manos hacia atrás, contemplando el vacío mientras imaginaba que átomos con sus núcleos de protones y neutrones giraban en un vértigo satánico e iban conquistando los espacios del altillo, convirtiéndolos en campos magnéticos..
El tipo de delantal blanco le confesó: “No sé de qué me habla, perdóneme. Le sería más útil aplicar su imaginación creativa a las obras que usted talla en madera. Abandone esas obsesiones de sueño y realidad. ¡Recupere su yo, Berquely: usted es un artista, posee manos prodigiosas!”.
Atravesó el zaguán y se asomó a la puerta de calle. Vio una hilera de sombras irregulares cubriendo los bordes de las veredas. Parecían vigilar las calles en vísperas de un desfile de espectros y trasgos. Y otra vez esas palpitaciones. Como si el corazón, prisionero en una jaula blindada, pugnara por abrirse paso al exterior abandonando su cuerpo. Escuchó los frescos gorjeos de un grupo de adolescentes. Sonaban como el tintineo de cascabeles escoltando una insoportable algarabía. Una vez más se entramó en un vacío despótico.  Cerró los ojos y secó con el dorso de la mano lágrimas que resbalaban con lentitud. Hacía tiempo que vivía confundido. ¿Cuál, qué y cómo es la realidad? Le pareció una pregunta fútil, aviesa incluso. Las carcajadas, ecos que rebotaban en un vacío abovedado, se esparcían como anillas sónicas que giraban en una esfera constelada a la velocidad de la luz, y cuyas explosiones parecían el delirio de un mecanismo de alta precisión.
Retornó al altillo. Allí podría seguir barruntando sus dudas, desplazarse morbosamente en derredor de los hechos -o tal vez los sueños– de su vida. Y admitir que el sueño era la vida, la realidad, las vivencias que lo conducían al pasado, o profecías que lo transportarían al mañana. Los otros suponen que los sueños son las horas del reposo. Una especie de pausa ingrávida para reponer fuerzas o, acaso, para levitar pensamientos. Entonces vociferaba colérico: “¡Imbéciles! ¡imbéciles!”. Pero dudaba, fondeado en el escepticismo. Respiraba con dificultad mientras los cuadros que colgaban de las paredes –máscaras inanimadas– lo contemplaban con tal petulancia provocativa que lo irritaba. Huía del trato con los otros. Eremita y misántropo, no quería escuchar delirios estúpidos de estúpidos delirantes, lugares comunes de gente común. Tenía una certeza casi mística: Los otros conspiraban contra él sonriéndose, clavándole sus miradas, atisbando en su intimidad como gusanos que le invadían el cuerpo dispuestos al placer de una danza macabra. Humillándolo como a Cristo clavado en la cruz: debía resolver su ecuación existencial. Sin falta.
¿La realidad es una fantasía? ¿Los sueños son lo que definen la vida? ¿Él es único e indivisible? ¿O se ha duplicado y vive en dos dimensiones? Los sueños y la vigilia, pensaba, eran dos planos superpuestos. O el anverso y reverso de una fantasía imbricada en las emociones. Hacía tiempo que vivía en una paradoja críptica. Consideraba la realidad como una sensación de los sentidos que los otros no advertían o juzgaban de modo distinto. Pero esos otros: ¿tenían vida y percepción fuera de su conciencia? Dedujo que esa era una incógnita compleja. Tan maldita e intrincada, que ningún teólogo, filósofo o sacerdote podría resolver. Las criaturas humanas que se desplazaban en su imaginación, ¿pueden decidir qué y cuál es la realidad, qué y cuáles son las sensaciones, los pensamientos, la materia sólida y la evanescencia espiritual? Juzgó que las definiciones semánticas son mezquinas. Como los sermones apocalípticos pero huecos que declaman hasta el hartazgo los presbíteros de aldea.
Abrió los ojos, confundido, sin recordar cuándo había penetrado en el espacio de la inconsciencia. Se acercó a la ventana. Contempló las sombras que proyectaban los árboles dentro del área de su visión. Vio en la calle a una mujer enjuta, estática, algo encorvada y vestida con una prenda barata, flexionando las piernas como si caminara pero sin avanzar... Como un maniquí accionado a cuerda, mientras los frondosos árboles, la calle, los edificios y la mujer se desplazaban en una curiosa progresión generada por un mecanismo fantástico. Parecía la puesta en escena de una obra de teatro vanguardista. La acompañaba un niño de cara ajada y piel tirante, como si un torniquete invisible fuera aprisionándole la cabeza hasta dejársela convertida en una estructura descarnada. La piel rígida daba a esa cara una cobertura piadosa. Parecía una horrible muestra de artesanía jíbara. Se conmovió. Permanecía perplejo con los sentimientos degradados. Dudó: no podía concebir esas escenas como elementos de la realidad. Temblaba, colérico y atemorizado.
“Soy portador de un mensaje divino”, dijo ese día. “El mundo se desploma, no hay sentimientos, se ha perdido la sensibilidad. Al principio fueron las tinieblas”, gritó, “Volvemos a la oscuridad anterior a la creación”. Y el tipo del delantal blanco, que no prestaba atención a sus palabras, contemplaba aburrido el revoloteo absurdo de una mosca tsetsé.
Estaba convencido de que era un ser justo y piadoso, y el universo una imagen que existía sólo en su mente. Que amor, odio, celos, envidia, concupiscencia, avaricia, gula, corrupción, pecado o egoísmo, eran reflejos de su pensamiento. Una herencia de sentimientos que lo habían atormentado en el pasado, adjetivadas ahora en otras criaturas del género humano, y fruto de ideas transformadas en imágenes físicas.

Prendió la lámpara del lavatorio y contempló al individuo deforme proyectado en el espejo. “Esta no es una imagen ni una ilusión refractada”, pensó: “Soy yo, estoy ahí, dentro de un mundo paralelo en el que me deslicé por descuido, penetrando en ese cosmos ignoto a través de un insterticio invisible”. Había cruzado los límites físicos y espirituales de su espacio extraviándose en otra dimensión, en un universo convexo y cóncavo. De allí, discurrió, la imagen grotesca que le devuelve el espejo: barbudo, esmirriado y envejecido; pero era él. Cerró los ojos con suavidad. Sintió náuseas y el cuerpo tiritaba. Parpadeó. Una bruma alteraba la nitidez de la figura proyectada. Fijó la vista en las sombras que titilaban alrededor de la imagen: se le antojaron efigies humanas, testaferros de visiones pretéritas. El gesto de rechazo alejaba a los seres extraños que danzaban entre las láminas de fuego de la mente. Lagrimeaba mientras pretendía ahuyentarlas con las palmas de las manos. Y seguía decepcionado porque él permanecía fuera de esa constelación en la que sueños, ficción y realidad eran planos superpuestos que desafiaban su cordura. Escuchaba ronroneos, como cánticos a capella de monjes en un monasterio. Otras veces estallaban bramidos que parecían astillarle los tímpanos. Obturaba los oídos con los dedos y sacudía la cabeza con furiosos vaivenes. Luego se echaba a reír, neurótico y exhausto. La visión perdió nitidez y desapareció, como el efecto de una lente zoom que acerca el objeto y luego lo difumina fuera de foco. Había logrado retornar al otro mundo, al planeta paralelo, replegarse, recuperar su vida. Desplazándose sin rumbo en ese laberinto, halló la rendija que le había confundido.
A tientas va llegando al altillo. Encandilado, libera el largo espejo que pende de la pared y lo apoya sobre el alféizar de la ventana. Desea que la luz matinal que traspasa la claraboya le ilumine. Retrocede unos pasos, distiende los párpados y reconoce en ese ser refractado el yo duplicado. Ríe a carcajadas. Es un acto de alucinación. O reencarnación, −masculla−. Se vuelve, contempla el altillo deforme, las paredes retraídas, el piso invisible cubierto de hojas repletas de cálculos, parábolas y sentencias. Nadie puede impedir que retorne a su mundo. Desea resolver el enigma de su alter ego, del yo duplicado, de la doble personalidad que enmaraña su filiación. Va a conocer, por fin, su verdadera identidad; pondrá a prueba su fortaleza espiritual y la relación con el Todopoderoso. Y dentro de ese mundo −ahora lo sabe_, no hay lugar para un ser dividido en dos. Tendrá una alternativa hacia la inmortalidad, la eternidad, el infinito. Con los labios crispados, tiritando, murmura: «Alea jacta est» (La suerte está echada)                                                 
. Se acerca al alter ego reflejado en el espejo y sonríe. Apunta hacia el corazón mientras el dedo índice va presionando con calculada suavidad el gatillo, y entonces...


MARIA ZAMBRANO



Pensadora, ensayista y poeta española nacida  Vélez, Málaga, en 1904. Hija del pensador y pedagogo Blas J. Zambrano  hizo sus primeros estudios en Segovia. En Madrid estudió Filosofía y Letras con Ortega y Gasset, García Morente, Besteiro y Zubiri. Vivió muy de cerca los acontecimientos  políticos de aquellos años, de cuya vivencia fue fruto su primer libro «Horizonte del liberalismo» en 1930.  Entabló amistad con importantes poetas y pensadores de la época como Luis Cernuda, Jorge Guillén, Emilio Prados y Miguel Hernández, entre otros. Finalizada la Guerra Civil, salió de España en enero de 1939, dejando atrás todo lo suyo, exiliándose inicialmente en Paris donde entabló amistad con Albert Camus y con René Char. Posteriormente vivió en México, La Habana y Roma,
desarrollando una gran intensidad literaria y escribiendo algunas de sus obras más importantes: «Los sueños y el tiempo», «Persona y democracia», «El hombre y lo divino» y «Pensamiento y Poesía» entre otros. Después de 45 años de exilio regresó por fin a Madrid en 1984. En 1988 le fue reconocida su obra con  el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes. Falleció en Madrid en 1991.  ©


Antes de la ocultación

Comencé a cantar entre dientes por obedecer en la oscuridad  absoluta que no había hasta entonces conocido, la vieja canción del agua todavía no    nacida, confundida con el gemido de la que nace; el gemido de la madre que da a luz una y    otra vez para acabar de nacer ella misma, entremezclado con el vagido de lo que nace, la    vida parturiente. Me sentí acunada por este lloro que era también canto tan de lejos y    en mí, porque nunca nada era mío del todo. ¿No tendría yo dueño tampoco?
La música no tiene dueño, pues los que van a ella no la poseen    nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados. Yo no sabía que una    persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se    desprende de su fuente, también en una herida. Se abre la música sólo en algunos    lugares inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En    esta soledad nadie aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el    amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche    sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo  encontrarme.
       
Diotima de Mantinea   en Hacia un saber sobre el alma, Madrid, 1989

Lo celeste
                                         "En par de los levantes de la Aurora"

Por amplias que sean sus alas, la luz auroral que sigue al alba    es como un boquete, un lugar que tiende a absorber y ofrecer al par la inminencia de que    algo inconcebible aparezca. ¿Un ser? Un animal quizás, un ser viviente, se dibuja casi,    está al dibujarse. Un ser viviente de aliento y de pasión, un fuego oscuro por    indiscernible que luego resulta ser simplemente blanco. Un blanco inextenso, un ser sin    extensión. ¿Pensamiento? Mira tan sólo. Es una mirada, ya que la mirada de todo aquello    que se manifiesta visiblemente es lo único que no tiene extensión y, aun más, la borra.
Llega la mirada anulando la distancia, quien la recibe queda    traspasado, raptado o fijado; fijado, si es la mirada de la luz. Y cuando la luz nos fija    es que nos mira, y, al mirarnos, ¿se sabría decir lo que sucede? Y, por no saberlo    decir, se borra: no crea memoria.
Y así, de esta mirada de la luz, nace, podría nacer, ha nacido    una y otra vez un pensamiento sin memoria. Un pensamiento liberado del esfuerzo de la    pasión de tener que engendrar memoria y, en su virtud, liberado también de toda    representación y de todo representar.

 De la Aurora, Madrid, 1989

El templo y sus caminos

Unas tinieblas que prometen y a veces amenazan abrirse. Y es  difícil creer que quien recorre tal camino no se vea acometido por el tempor y un temblor    casi paralizantes. Es la luz de un viaje más bien extrahumano, que el hombre emprendía    asomándose al lado dé allá, a ese lado al cual se supuso, cada vez con mayor ligereza,    que sólo se asoman los místicos. Es la luz que se vislumbra y la luz que acecha, la luz    que hiere. La luz que acecha en la inmensidad de un horizonte donde perderse parece    inevitable, y que hiere con un rayo que despierta más allá de lo sostenible, llamando a    la completa vigilia, ésa donde la mente se incendiaría toda.

“La respuesta de la Filosofía” en Los bienaventurados, Madrid, 1990

Dorilda Pereyra — Poemas



Nació en 1932 en una zona rural entre Arroyo Cabral y La Palestina, en la Provincia de Córdoba. Hija de campesinos de origen criollo e italiano, se interesó tempranamente por el arte, la danza y el teatro experimental en la ciudad de Córdoba. Ya en Buenos Aires, estudia dibujo y pintura , exponiendo en galerías de Córdoba, Ushuaia, Montevideo, Punta del Este, Washington, Paris y Buenos Aires entre otros lugares del mundo. Radicada en Córdoba, realizó estudios informales de literatura con escritoras como María Teresa Andruetto, Susana Cabuchi y Lilia Lardone. Tiene inéditos libros de poemas y de cuentos. Veinte gansos es su primer poemario publicado y  a él pertenecen los siguientes poemas.


11.

Calles grises, el olor a abandono,
La tristeza, el caos, todas esas derrotas.
Y el frío. El frío.

Rara lluvia de Julio sobre el patio
de entonces

Aquel pacto no hablado que nos unió.
La astucia y el amor con que inventamos
la esperanza.

17.

Llueve en La Bolsa, un gallo anuncia el día.
A distintas distancias
los pájaros arrojan sus cantos al voleo
y enlazan las ramas dormidas.

Yo miro cómo la lila
aún sostiene sus racimos de flores,
miles de insectos
susurran un motivo prudente
parecido a sí mismo,
un sonido que me envuelve de dicha.

La vida ha fermentado una dulzura quieta:
mi alma, como el pasto, la tierra,
las hojas de los árboles
elabora sus jugos.

37.

Es esta sed la que se ensancha,
brota por todas partes,
se vuelve subterránea
desordenada
tierna.

Una ráfaga agita las anémonas
que florecen por Pascua
y esparce los pétalos
sobre la tierra blanda.

Es cuando hundo las manos en el barro
buscando una señal
una palabra.

Dorilda Pereyra

lunes, 27 de diciembre de 2010

DANIEL OMAR FAVERO - Poemas


Escritor, músico y estudiante de letras en la facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata. Nació en La Plata el 30 de Julio de 1957 , desaparecido un 24 de junio de 1977, militaba en la Juventud Universitaria peronista. Vivía con su compañera María Paula Alvarez en un departamento en la calle 57, entre 12 y 13 , donde se presentó una comisión policial de la Brigada de Investigaciones comandada por el policía Raúl Orlando Machuca y los secuestro. Según un testigo, los dos fueron sacados vivos. Había  crecido en un barrio humilde, calle de tierra y zanja, donde sus padres habían constituido una familia de cinco y una casa sencilla. Allí conoció a sus compañeros de la Escuela 8, luego del Colegio Nacional y de la vida. En 1992, se presentó su libro “Los últimos poemas” , integrando  una colección de poesía editada por José Luis Mangieri.

No Te Caigas, Ya Sé Que Es Mas Fácil La Muerte,

como un desprendimiento total, un abandono,
como un dejarse estar, que nos borre la lluvia,
que nos lave los huesos y ser en la pureza.
No me atrevo a pedírtelo como tu obligación.
El deber me parece un remiendo del alma.

No te caigas… acaso llamo a tu condición,
a tu espontaneidad, a tu amor que trasciende
abarcándome como si latiéramos juntos.
Te llamo desde un frente donde somos hermanos
y nos necesitamos: aquí, los enemigos
son quienes quieren vernos desertores, cobardes.
* * *
"Me duele este silencio de cárcel y tormento,
 esta ausencia de cuerdas de concreta dulzura
sobre los viejos charcos que me ensucian el alma,
esta traición al grito de esperanza nacido,
ultrajado y difunto y otra vez arrojado
 a recorrer la tierra, sin fin y sin corceles.
¡Que caigan las sonoras palabras que mintieron,
 como el agua a la sed de un infinito campo,
 a los brazos en alto que sostienen la luz,
 al olvido clavado en el centro del mundo
 y a mí mismo que quiero saltar este esqueleto
 para fundar más puro mi canto libertario!".

Del libro “Nosotros, Ellos y un Grito”

“Yo no quise salvarme sino del egoísmo.
Quise hacer con mis manos una comunidad
de vida y esperanza. Quise amar y luchar.
Ahora y por siempre.
El amor es  mi descanso. La lucha, mi salvación.
La muerte no es la tumba, ni el mar.”
Del Libro ”Últimos Poemas”



JUAN MANUEL INCHAUSPE - Poemas

 

Nació en Santa Fé  1940 y falleció en 1991, Publicó los libros “Poemas” y “Trabajo Nocturno” (UNL, 1985), y otras producciones en la revista Alto Aire (Rosario, 1965). La UNL, en 1994, editó su Poesía Completa con prólogo de Estela Figueroa. En el XVIII Festival de Poesía de Rosario realizado en setiembre de 2010 el homenajeado fue Juan Manuel Inchauspe . Fue presentada la reedición de su obra completa con textos inéditos, traducciones e imágenes de Inchauspe y un conjunto de textos críticos. Tradujo a poetas brasileros como Manuel Bandeira y Carlos Drummond de Andrade.


Los Tuyos

Has llorado, en secreto, a los tuyos.
Lenta, inexorablemente, los has visto partir
alejarse para siempre.
Has sentido, en tu corazón
el desprendimiento de una rama que cae.
Y luego has borrado
las huellas de esas lágrimas,
has contenido en el límite infranqueable
los bordes de tu propio dolor
y lo has devuelto a tu pobre vida,
a los días siguientes, a las horas
para que permanezca allí.
Oculto
como una invisible y constante
cicatriz.


Ausencia

A veces
en medio del inútil fragor del día
tu pequeña luz ya apagada parece encenderse
inesperadamente sobre nosotros.

Nadie habla.
Nadie dice nada.
Entre el fragor y tu ausencia se alza
la única luz que nos alumbró.


El centro de nuestra vida


El centro de nuestra vida
es lo que importa
el centro
no la periferia abandonada y estéril

La periferia de nuestra vida
que no pudimos prever
que hicimos
que se hizo
y que va y viene
con nosotros.

El centro oculto de nuestra vida
es lo que vale.

Sentado
en un banco de esta plaza
bajo el desamparo de las tipas
leo al viejo Benn.

Dura, puntual, metódica, implacable
dentro de mí
la garra del crepúsculo hace lo suyo.

. . .

Suave es caer en la habitación
cuando hemos dejado atrás
esta acumulación crujiente de horas
quemadas para vivir.

Suave la presencia de los muebles
la línea de tu nuca acompañando
la inclinación de tu cabeza sobre el libro.
Suave el fondo de mar de tus ojos.

Y más suave la hora —en que ya cansado
pero terriblemente libre— enciendo
la lámpara que apagaré muy tarde.



La palabras que no dije
las que no pronuncié y devolví
al fondo oscuro de mí mismo
me esperan en el camino.

Un día
o una noche cualquiera
no importa el lugar
me golpearán en pleno rostro.



Me voy temprano y regreso muy tarde
cuando la noche ha hecho ya
gran parte de su trabajo
y no queda tiempo para detenerse a mirar.

Así paso los días. Como si lo mejor de mí
estuviera paralizado y muerto
o mejor como si no hubiera existido nunca.

Nada más que este rostro hipnotizado.
Como un pájaro nocturno
alguna palabra escala mi sangre.

Entiendo que debo quemar mis manos una vez más.
Abro el cuaderno y escribo rápidamente.
Todo arde.


He tratado de reunir...

He tratado de reunir pacientemente
algunas palabras. De abrazar en el aire
aquello que escapa de mí
a morir entre los dientes del caos.
Por eso no pidan palabras seguras
no pidan tibias y envolventes vainas llevando
en la noche la promesa de una tierra sin páramos.
Hemos vivido entre las cosas que el frío enmudece.
Conocemos esa mudez. Y para quien
se acerque a estos lugares hay un chasquido
de látigo en la noche
y un lomo de caballo que resiste.


Hay un momento...

Hay un momento
suspendido
de la luz.
Es al atardecer
cuando la claridad
tambalea
frente a la penumbra paciente del cielo
y las membranas de la sombra
se extienden como plantas transparentes
y nocturnas.

AMELIA ARELLANO — La Conspiración

AMELIA ARELLANO



El hombre sentado en un sillón tan viejo y desteñido como él, bajo una enorme  higuera,  miró con recelo el perro buldog que lo contemplaba  con ojos interrogantes.
Un bastón descansando en el apoyabrazos herrumbroso del sillón y el zapato ortopédico en su pie derecho denunciaban su renguera.
Intentando evitar la mirada del perro levantó hacia el cielo su rostro cuadrangular con mofletes caídos y grandes pliegues en sus mejillas. Su mandíbula inferior  sobresaliente y las comisuras hacia abajo le daban un aspecto nada agradable, mas bien hosco. El sol ya se había puesto  y el horizonte era una mancha violácea. Las primeras estrellas comenzaban a brillar como farolitos suspendidos en el aire. El hombre buscaba la cruz del sur, pero no podía sustraerse a la presencia del perro. Cambió  a propósito la postura de su cuerpo y lo volteó hacia la derecha intentando evitar esa  mirada que lo incomodaba.
Volvióse de repente y los ojos del animal seguían fijos en él. Tomó su bastón e hizo un ademán amenazante con ambos brazos. El perro en un movimiento súbito se paró y se alejó del lugar rápidamente pese a faltarle la pata derecha trasera.
El silencio del anochecer fue quebrado  por el golpeteo de manos de la mujer que anunciaba la hora de la cena. El hombre se levantó presto. Los ruidos de su abdomen, urgentes, denunciaban su estomago vacío.
En su apuro, pese a su estatura mediana, unas ramas de la higuera casi  rozan su rostro.
Se trasladó con trancos rápidos no esperables dado su cuerpo fornido,  torso ancho y la única pierna corta, recta y robusta.
Un sendero de piedra laja llevaba hasta la casa.
Atravesó una puerta de madera descascarada,  entró a una habitación alumbrada por una débil luz que provenía de un foco que pendía del techo.  Una anciana pequeña lo esperaba al lado de una mesa recubierta por una tela de hule.
Su aspecto frágil era desmentido  por una mirada enérgica y decidida que escondía detrás de unos anteojos  con marcos de carey que pareciera tenían una función ornamental dado que no se observaba  aumento alguno.
El viejo se sentó en una ruidosa silla de madera destartalada .La mujer sacó  de una plomiza olla de aluminio un cucharón  con alimento  y llenó el plato enlozado. Con brusquedad lo deslizó sobre la mesa. El movimiento hizo que el plato se corriera  hacia el otro extremo de la mesa, pero el viejo frenó el movimiento y lo tomó con avidez. Se dedicaron a ingerir en silencio lo que el magro salario de jubilado les permitía.
El hombre   devoraba la comida en grandes y ruidosos sorbos. Estaba tan concentrado en el acto de comer que no parecía advertir la cara de asco de su mujer ni las gotas del líquido espeso que caían sobre su raída camiseta celeste que con la humedad se convertían en lunares azules. Terminó y miró a la mujer con ojos expectantes. Ella señalo la abollada olla con el mentón y preguntó sin palabras si deseaba más. El emitió un gruñido que se interpretó como un si y la anciana volvió a llenar el plato, esta vez el gesto con el que sirvió la comida salpicó el repasador que hacía las veces de mantel individual.
La mujer, que había terminado su pequeña porción miraba a un punto indefinido, con las manos a los costados de su cuerpo.
El viejo terminó de comer y limpió el plato con un gran trozo de pan, hasta dejarlo brillante; engulló el pan de un bocado, lo que distendió los pliegues  de las mejillas. Se limpió la boca primero con la palma, luego con el dorso. La vieja  miró en silencio los restos de comida en la nariz pequeña y aplastada del viejo. Levantó los platos y a espaldas del hombre, destapó la cacerola  y evitando que la viera, sacó un gran trozo de carne que había en ella,
Se dirigió al patio a darle la comida al perro. El animal la recibió alborozado, lamiendo sus pies, con la mano sacó el pedazo de carne de un impecable tazón, se lo ofreció y el perro lo tomó con sus dientes delicadamente.
La mujer se sentó en la reposera, mientras el perro, a su lado, comía despaciosamente, casi sin hacer ruido.
Los pensamientos se enredaron en las ondas levemente insinuadas de su cabello cano,  corto y   prolijamente peinado. Pensaba que lo único que la unía al viejo, era el perro. Además la mutua conveniencia, claro, ella necesitaba comer, medicamentos; él ropa y casa  limpias y sobre todo comida. Se le ocurría que su felicidad estaba puesta en la comida. Por ello no se esmeraba mucho en cocinar pero él devoraba todo como si fuera el mejor manjar del mundo.  Pero había algo que los unía mucho más importante. El odio. Un odio sutil, insidioso, que como el barro oscurecía todo, las paredes de la casa, los vidrios, las arrugas de sus rostros. Que se adhería a su cuerpo, recorría sus piernas, se introducía en su vientre, retorcía sus vísceras, estrujaba su pecho, finalmente como un nido de víboras quedaba enroscado en su corazón. Un odio que se había enquistado y cada metástasis era percibida por el viejo-estaba segura- aunque no lo verbalizara.
Un odio que comenzó hace siglos… ¿O fue ayer?.....Fue la noche que él tuvo el accidente a la salida del motel. Rezó tanto para que muriera, hizo tantas promesas pero parece que no alcanzaron porque lo único que se le murió fue el  pié derecho.
Ella quedó sin auto y sin amiga, él, sin auto y sin pié.
Intentaron una y mil veces separarse, pero siempre surgía el mismo escollo: Ninguno de los dos quería ceder el perro. Presentía que el viejo quería quedarse con el animal, no por afecto, sino por llevarle la contra .También pensaba que el viejo sentía celos del buldog, por ello, a propósito le hablaba, lo acariciaba le daba los mejores pedazos de carne. Paradójicamente a medida que crecía su afecto por el perro  también aumentaba la semejanza  del viejo, con la cara de cara de pocos amigos de la noble bestia.
Jamás hablaban. No se separaron pero el castigo mayor fue el silencio.
Su monólogo interior fue interrumpido por los pasos irregulares del viejo. Se levantó ágilmente, tomó el tazón del perro, vacío, y con el se dirigió al interior de la casa.
El perro cuando vio que el hombre se acercaba hizo un movimiento de retroceso.
El viejo se dejó caer en el sillón y un eructo sonoro quebró el silencio de la noche.
La única luz era la de las estrellas, ya que había renunciado a encender la luz del patio porque la mujer, desde adentro, sistemáticamente la apagaba.
Una luna grandota acentuaba los claroscuros de la noche. Se insinuaban nítidamente las formas irregulares de la higuera.
Con su estomago repleto aspiró con fruición los olores de la noche. La suave brisa que venía del norte, traía ráfagas de fragancias, azahares, glicinas, jazmines. Dejó que su cuerpo se relajara. Extendió ambas piernas. Estaba cansado, con el peor de los cansancios, el de no hacer nada.
El perro como siempre lo observaba pero su silueta se fue desdibujando a medida que cerraba  los ojos. De repente, lo sobresaltó una presencia, mas que verla, la presintió.
Se dio vuelta y vio a su mujer con el cuerpo rígido por el odio que había tomado la barreta que servia  para asegurar la puerta y se dirigía hacia él. No dudó de sus intenciones. Se levantó raudamente pese a su discapacidad, giró el cuerpo pero se encontró con el cuerpo amenazante del perro que le gruñía ferozmente. Sus ojos rojos, relampagueantes. Entendió la conspiración. Solo lo movió su instinto de conservación.
Tomó el bastón y golpeó y golpeó.    
Percibió la presencia de la mujer defendiendo el perro, pero no podía  parar. Y golpeó y golpeó.  Los golpes sonaban secos en la noche serena.
Los pelos grises de la vieja se entremezclaron con los pelos del perro y cuando lo salpicó la masa encefálica, no supo si era de ella o del animal .El corazón le golpeaba en el pecho y la transpiración, le impedía la visión.

En la noche estrellada el grillo interrumpió su serenata al escuchar los pasos de la vieja que acudía a darle al perro el tazón de leche habitual. Este la recibió moviendo su rabo, casi inexistente.











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ISABEL ALI - Metamorfosis


ISABEL ALI


 No saben que están creciéndome. Nadie sabe. Y nadie debe saberlo. Es mejor así. Si se lo contara a papá o a mamá, tal vez querrían ver… y me da mucha vergüenza. No voy a decirles. A esta altura ya estoy grandecita y no irrumpen en el baño cuando me ducho. Golpean la puerta de mi cuarto antes de entrar y eso me da tiempo de cubrirme para que no me vean. No voy a la playa, no salgo con chicos, no me exhibo. Trato de que no se noten. Cada vez me cuesta más porque empiezan a sobresalir y son turgentes. Al principio eran como dos lunares con relieve, unas ínfimas protuberancias del color del té con leche, simétricas a simple vista, aunque siempre supe que la derecha era una pizca más grande que la izquierda. Lo sé porque pasé horas mirándolas en el espejo, con el estómago anudado por la curiosidad morbosa que me provocaba que estuvieran allí. Todos los días volvía a observarlas con ojo crítico, cotejando la variación del color y del tamaño con la visión grabada en la memoria del examen del día anterior. ¡Cuántos interrogantes me surgían en aquel tiempo! ¡Cuántas ideas locas! Recuerdo que uno de mis mayores temores era que “algo” les saliera desde adentro. Fantaseaba con un líquido amarillento y maloliente que chorrearía, sin que pudiera controlarlo, pringándome la piel y manifestándose ante todo el mundo por medio de aureolas inmundas embebidas en mi ropa. Armaba pañuelitos de papel higiénico y los usaba para comprobar que estaban secas y, a veces, me dejaba los pañuelitos debajo de la camiseta ajustada para prevenir un posible derrame mientras dormía. Ésa fue mi primera obsesión. Nunca me causó ansiedad ni angustia alguna otra parte de mi cuerpo. Ni tampoco otra parte me produjo el orgullo que me producen.  Tuve una época de palparlas a diario, inicialmente para comprobar su textura y su volumen. Después lo hacía porque me provocaba un placer enorme rozarlas con la yema de los dedos, masajearlas, dejar que el chorro del agua les cayera encima como una lluvia reconfortante. Todavía lo hago de vez en cuando. Y sé que cuando alcancen su dimensión total podré darme el lujo de permitir que el sol les resbale encima, que el viento las acaricie. Ya sé cómo se siente la caricia del viento. Lo sé porque, a solas y con la puerta cerrada con llave, algunas noches las pongo frente a la ráfaga fresca del ventilador. Primero se erizan; dura un instante. Inmediatamente se distienden y se inflaman como si el aire se les metiera adentro y las hiciera vibrar suavemente, como si al aire le pertenecieran y la libertad entrara desde allí para desparramarse por todo mi ser. Si bien comprendo que la sensación tiene mucho que ver con la ausencia de la ropa, tengo la certeza de que, también, existe una cuestión más profunda. Evidentemente, a medida que crecen, la ropa que necesito usar para ocultarlas se vuelve más pesada, más voluminosa. Ya no puedo vestir algo ajustado o llamativo, ni algo que al trasluz deje adivinarlas. Incluso mi postura se modificó: irremediablemente, en público, debo torcerme para disimularlas. Pero ninguno de esos inconvenientes opaca la satisfacción que me embarga, la felicidad, la maravilla de saber que ahí están y que en un futuro podré usarlas. Ahora caben en el hueco de mi mano. ¿Cómo serán dentro de un par de años? Las imagino inmensas, cubiertas completamente por esas suaves plumas que me están naciendo desparejas, desplegadas en una amplitud que me permita planear en aras de la levedad del cielo despejado. Las imagino tendidas desde el extremo de uno a otro de mis brazos abiertos en cruz. Y podré volar a mi antojo por encima de todo lo que hoy me aísla.
No saben que mis alas están creciendo. Nadie sabe. Y nadie debe saberlo.
Nacha

ROBERTO PANIAGUA - CONCILIACION OBLIGATORIA



Después de subir los escalones del subte llegué a la plaza. El aire era distinto, busqué un banco y me detuve un rato bajo la sombra de un árbol. Uno tiende a sentirse pequeño entre tanta gente desconocida. Quizás me tendría que haber vestido mejor. Es que salí de casa a  escondidas, no le dije nada a Ramona de esta entrevista con los abogados de la empresa. Conciliación obligatoria la llaman. Obligación para mí, ventaja para ellos. Apagué el pucho con la suela del zapato y me levanté. Acomodé la campera sobre mi brazo y la encontré desubicada ante el fuerte sol de la mañana.
En los noventa la industria y el trabajo se caían como casita de naipes. Entonces me entré a desesperar. Qué iba a hacer en el barrio si nadie tenía un peso. 
Desde que cerraron la fábrica de autopartes que no lograba agarrar algo estable. Todas changas nomás. Mi fuerte era la chapa, pero siempre hice de todo.
—Alejo usted que sabe, ¿no me hace un pilarcito para la luz?— me dijo una vecina de la cuadra. No le pude decir que no, aunque sea, la tarea me entretenía.
—Con vos estamos seguros, nunca nos va a faltar de comer, decía Ramona para agradecer mi esfuerzo.
Un amigo me llevó a una constructora de Caballito. Me tomaron de albañil. Me las rebusco con la cuchara y el balde. A mí lo que me gusta es trabajar. No me importan la distancia y el sacrificio. Yo voy donde está el trabajo.
El tren de las siete para ir al centro y el de las dieciocho para volver a Merlo es infernal, peor que animales viajamos. Todos los días igual.
Con Ramona siempre dijimos:
—“primero están las nenas”, después nosotros.
Qué rápido se pasa el tiempo. La vida te acomoda las cosas a su antojo. Ahora soy abuelo, la mayor tiene un nene. Lo que no me vino es con yerno. La familia se agranda. Para mí no hay diferencia. Hay que trabajar.
Volví a mirar la dirección anotada en el papel y me encaminé a la oficina a la que me habían citado.
El portero se me paró de frente y me puso una mano en el pecho.
—¿Dónde va?– me dijo con voz seca y firme
¿Por qué usarán ese tono tan despectivo con uno? ¿Estaré tan mal trazado? Le mostré el papel y me señaló el ascensor de la derecha.
—Cuarto, oficina 417— agregó, y ya estaba ocupado en pechar a otro.
El espejo del ascensor me devolvió un rostro de cincuenta  largos años, yo diría que parecía más viejo. 


Tenía miedo en la mirada. Me di cuenta enseguida. Uno está con los ojos agrandados, como buscando algo que no se ve. 
—¿Cómo que no hay forma de reconocer los catorce años que trabajé para ellos?— Les dije asombrado
—¿Qué dijeron los dueños…? 
—¡Que lo compruebe con recibos…!
—Doctora, qué recibos voy a mostrar si me tenían en negro.
El secretario de la abogada inclinó la cabeza hacia mí y  dijo:
—No levante la voz caballero, no hay necesidad.
Me callé pero entré a mirarlos de costado, con recelo.
Ahora la mujer comenzó a mover sus labios rojos
—Visto el expediente, le aconsejo aceptar el dinero ofrecido por la empresa constructora, que son… que son…
La vi revolver unas hojas, hasta que dijo:
—El cheque será por tres mil ochocientos pesos, menos el descuento de nuestros aranceles. Lo podrá cobrar inmediatamente, o sea… dese una vueltita la semana que viene, o mejor, llame primero para ver si el cheque está refrendado…
Con el dinero del acuerdo pensaba agregarle una pieza más a la casa y mejorar el baño. No importaba que no pudiese hacerme un viaje a Corrientes y ver a mi vieja, quizás, en sus últimos días. Lo que más me molestaba era tener que decirle a Ramona que con lo del acuerdo, no íbamos a poder hacer nada.
Tomé aire y comencé a hablar como si no fuera yo, una voz lejana se  había instalado en mi boca. No sé qué me pasó.
—Mire Doctora yo creo que ustedes me están cagando…— Lo dije mientras me movía nervioso en la silla.
—¡Cómo se atreve, maleducado…!— gritó la abogada levantándose del sillón y agitando los pechos por el escote.
El secretario se había quedado quieto, me pareció que dibujaba una sonrisa y luego se tapó la boca con la mano, como ahogando una carcajada.
Sentí el cuerpo transpirado. Cayeron gotas de mi frente. Por eso, cuando el secretario me empujó hacia la puerta, sus manos resbalaron sobre mis brazos. El hombre, en el intento, tiró mi campera al piso. Noté que sus ojos se agrandaban oscuros de sorpresa. Atrás de él, la abogada levantó las manos y su rostro se puso pálido y extendió una mueca de terror.
En ese momento recordé el murmullo que retumbaba en mi cabeza. Era la voz de mi abuelo, allá, junto a los esteros de Iberá. La misma que de chiquito me enseñaba a defenderme…
—Vos no sos una mierda… ¡arremeté carajo! No te dejes cojudiar…


Empujé las sombras hasta que se abrazaron a las paredes y luego, cayeron al piso. 
Los gritos me aturdieron y comencé a correr. Busqué las escaleras y bajé los escalones de a dos, de a tres… 
Antes de la vereda varios brazos me tiraron al suelo.
Un silbato sonó fuerte en mi oído…
—¡Fue él, no lo dejen escapar…! señaló una persona.
—¡Qué bestia, los mató a los dos…! agregó otra.
—Me parece que vino a robar— gritó alguien en el pasillo.
—Será posible con estos negros, no se puede vivir tranquilo…— sentenció un hombre que, con cara de asco,  miraba de costado.
Las voces se fueron confundiendo en mi cabeza… o yo, ya no quise oír…


                                                                     Roberto Paniagua